Eran los días en que el río Nazas corría como niño
haciendo damnificados; días en que la desconfianza se convirtió en necesidad. Tiempos de historias de crueldad. Eran los días en que los poseedores de coches de lujo sentían que su vida peligraba porque la marca se transformó en provocación. Mañanas de albañiles levantando muros que cubrían las fachadas de las casas. Muros temerosos que procurando encubrir el interior, en realidad lo revelaban; habían obtenido la señal de la tentación. Paredes altas que cambian la visión de las colonias, de la ciudad y del pensamiento. Días de confusión en que no sabíamos si todas las historias, contadas con gesto alarmante, realmente sucedían o correspondían a los inventos de la sicosis colectiva. Todo eso me había revuelto el cerebro y entonces contradije a mi instinto para no seguir hablando siempre de lo mismo. Comidas, cafés y helados monotemáticos. En verdad deberíamos buscar ideas nuevas, y poner atención en el espejo retrovisor no únicamente para buscar maleantes, sino para conocernos a nosotros mismos. ¿Podríamos ver nuestro pasado histórico con claridad? ¿Podríamos entender lo que nos sucede? Ojalá. Mientras tanto, no quiero seguir hablando de lo mismo. Habrá otras imaginaciones; buscaré en las ilusiones perdidas o en las curiosidades no exploradas.
Entonces digo: Eran los días en que por toda nuestra ciudad aparecieron infinidad de caras sonrientes (y algunos cuerpos enteros). Se trataba de los candidatos a diputados locales. Y aquellos rostros me producían tantas dudas: ¿Por qué sonríen cuando por todos lados el panorama es de desconfianza? ¿No sabrán que sus fotografías no son bien acogidas por la gente? Sin embargo, al ver tanto poste y espectacular sonriente, la pregunta que más me removía la conciencia era: ¿Desde cuándo comenzó esa absurda costumbre de fingir felicidad?, es decir, de sonreír al retratarse. ¿Desde cuándo fue el mandato de digan “chis”, digan “güisqui”…? En los inicios de la fotografía, y en la primera mitad del Siglo XX, solamente se decía: “pajarito, pajarito” para que la gente fijara la mirada en la lente de la cámara fotográfica. El resultado era una copia de una partecita de realidad. Y qué agradable resulta ver fotos antiguas; observar aquellos rostros y caer en cuenta que en las primeras fotografías la gente posaba sin sonreír. Son hermosos esos retratos de quienes no tenían una sonrisa exprés. Así, se podía valorar la personalidad del retratado con sólo mirar la imagen.
Luego entonces encuentro la ocasión para buscar fotografías en blanco y negro y retratos al óleo a todo color de más allá de cincuenta años, y veo caras atormentadas, alegres (sin sonrisas), sabias, idiotas. Gestos adustos, enojados, satisfechos, brillantes y pícaros, pero rara vez sonrientes. Porque hasta la sonrisa de la Gioconda me parece más bien una mueca desdeñosa. Creo que hemos perdido mucho de autenticidad en la fotografía actual; una máscara que intenta decir: “Soy tan feliz y además soy bonito”. El fotoshop retoca todo. Y más aún, inventaron una cámara fotográfica que capta automáticamente la imagen al momento en que los que posan fabrican una sonrisa.
Recuerdo que alguna vez, en las fechas cercanas al 20 de noviembre, aniversario de la Revolución Mexicana, en el periódico aparecían imágenes de personas disfrazadas de revolucionarios, y escuché: “Mira, parecen de verdad: el Zapata, el Villa y la Adelita”. A lo que mi papá respondió: “No es cierto. No parecen revolucionarios. Los revolucionarios no sonríen”. Y sí, no imagino sonriendo en un retrato a Nietszche, Beethoven, Mozart, Kafka o Joyce. Es verdad, los verdaderos revolucionarios no sonríen.
Ciertos científicos aseguran que el hombre es el único animal que sonríe. Aunque yo diría que es el único que sonríe sin razón alguna. Ni un gato ni un perro fingen sus estados de ánimo, y es que para nosotros es facilísimo: se estiran las comisuras labiales hacia los lados y hacia arriba (se puede mostrar o no la dentadura), y luego se toma la foto. lopgan@yahoo.com
Entonces digo: Eran los días en que por toda nuestra ciudad aparecieron infinidad de caras sonrientes (y algunos cuerpos enteros). Se trataba de los candidatos a diputados locales. Y aquellos rostros me producían tantas dudas: ¿Por qué sonríen cuando por todos lados el panorama es de desconfianza? ¿No sabrán que sus fotografías no son bien acogidas por la gente? Sin embargo, al ver tanto poste y espectacular sonriente, la pregunta que más me removía la conciencia era: ¿Desde cuándo comenzó esa absurda costumbre de fingir felicidad?, es decir, de sonreír al retratarse. ¿Desde cuándo fue el mandato de digan “chis”, digan “güisqui”…? En los inicios de la fotografía, y en la primera mitad del Siglo XX, solamente se decía: “pajarito, pajarito” para que la gente fijara la mirada en la lente de la cámara fotográfica. El resultado era una copia de una partecita de realidad. Y qué agradable resulta ver fotos antiguas; observar aquellos rostros y caer en cuenta que en las primeras fotografías la gente posaba sin sonreír. Son hermosos esos retratos de quienes no tenían una sonrisa exprés. Así, se podía valorar la personalidad del retratado con sólo mirar la imagen.
Luego entonces encuentro la ocasión para buscar fotografías en blanco y negro y retratos al óleo a todo color de más allá de cincuenta años, y veo caras atormentadas, alegres (sin sonrisas), sabias, idiotas. Gestos adustos, enojados, satisfechos, brillantes y pícaros, pero rara vez sonrientes. Porque hasta la sonrisa de la Gioconda me parece más bien una mueca desdeñosa. Creo que hemos perdido mucho de autenticidad en la fotografía actual; una máscara que intenta decir: “Soy tan feliz y además soy bonito”. El fotoshop retoca todo. Y más aún, inventaron una cámara fotográfica que capta automáticamente la imagen al momento en que los que posan fabrican una sonrisa.
Recuerdo que alguna vez, en las fechas cercanas al 20 de noviembre, aniversario de la Revolución Mexicana, en el periódico aparecían imágenes de personas disfrazadas de revolucionarios, y escuché: “Mira, parecen de verdad: el Zapata, el Villa y la Adelita”. A lo que mi papá respondió: “No es cierto. No parecen revolucionarios. Los revolucionarios no sonríen”. Y sí, no imagino sonriendo en un retrato a Nietszche, Beethoven, Mozart, Kafka o Joyce. Es verdad, los verdaderos revolucionarios no sonríen.
Ciertos científicos aseguran que el hombre es el único animal que sonríe. Aunque yo diría que es el único que sonríe sin razón alguna. Ni un gato ni un perro fingen sus estados de ánimo, y es que para nosotros es facilísimo: se estiran las comisuras labiales hacia los lados y hacia arriba (se puede mostrar o no la dentadura), y luego se toma la foto. lopgan@yahoo.com
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