A pesar de que, con toda mi voluntad, me opongo: la
gacela me está abandonando. Con huesos álgidos una tortuga, poco a poco, se
apodera de mi cuerpo. Sé a dónde se han ido los años: a mis huesos. Tengo la
sensación de que he desperdiciado la mayoría de mis días, por eso, y para ver
si puedo atrapar el tiempo, me pregunto qué forma tiene éste: ¿Es curvo, en
espiral, en línea recta horizontal o vertical? O tal vez sea cierto que es una
manta extendida o una telaraña. Soy presente, pasado y futuro y lo único que
logro guardar es el pasado que regresa a mi en forma de una esfera en donde
están los lugares en los que he respirado, lugares llenos de lo que he sentido
en esta vida. Me llega la certeza de que siempre hay que afanarse, hay que
trabajar duro, pero nunca alterarnos por el resultado, cualquiera que éste sea.
Todo está escrito, me lo ha dicho Borges y yo creo en él: “El porvenir es tan irrevocable/ como el rígido
ayer. No hay una cosa/ que no sea una letra silenciosa./ la eterna escritura
indescifrable/ cuyo libro es el tiempo. Quien se aleja/ de su casa ya ha
vuelto. Nuestra vida/ es la senda futura y recorrida/ El rigor ha tejido la
madeja…”
Camino a través de una tarde necia con la mente
desordenada. Estoy sentada en la sala de mi casa. Del lado derecho oigo a
George Gershwin con su Rhapsody in Blue.
Del lado izquierdo oigo grandes carcajadas que se entremezclan con una cumbia.
Otra vez mis oídos compartidos con los albañiles que no terminan la obra de mi
vecino “el constructor”. A la derecha llega mi hijo, Eduardo, que dice Gershwin
es el mejor compositor gringo. Muy
pronto ha olvidado a Bernstein. Leonard Bernstein es el mejor, luego Gershwin,
luego Aaron Copland, luego, tal vez, (sólo tal vez) Leroy Anderson, después el
resto... Estoy a punto de decirle que se ponga audífonos para que escuche sólo
para él. Sin embargo, ya que quedarían únicamente los ruidos que se cuelan de
la calle. Mejor me callo. Se mezclan los sonidos azules de la rapsodia con una
cumbia descarada que grita: “Ella necesita, duerma en su cama, sueñe en su
almohada, suba a su cuerpo...” Los albañiles se divierten tanto, todo el día
gritan, ríen. Los sonidos están por todos lados no puedo aislarme y aguanto la
contradicción musical. “Tranquilízate. Todo cabe en un cerebro sabiéndolo
acomodar”, me digo.
Digo
que me encuentro en una tarde necia, porque me ha invadido la nostalgia por
culpa de un dolor de rodilla. Mi ego se pregunta el porqué. Giramos sin remedio
alrededor de la vanidad, como lo expresa el libro de Eclesiastés: “Vanidad de vanidades, dijo el Predicador;
vanidad de vanidades, todo es vanidad. ¿Qué provecho tiene el hombre de todo su
trabajo con que se afana debajo del sol?. Generación va, y generación viene;
mas la tierra siempre permanece”. Sí, en el fondo, todo es una frivolidad.
Por eso me duele darme cuenta que la joven que habitaba mi cuerpo se está yendo.
Tenía la ilusión de que volviera, pero no... No han servido los antioxidantes
porque bien que me he oxidado y para muestra el ruido de mi rodilla. Quizá sea
cierto y todos los tiempos coexisten y la joven que fui ahora viaja en el éter
sideral y anda por allí corriendo sin dolores, ni arrugas en los ojos: anda con
su pelo largo sin peinar y debería de estar leyendo “Divino tesoro” el poema de
Cristina Rivera Garza: “Mi juventud me da
lástima y me da rabia y ganas/ de salir corriendo tras sus huellas de perro
apaleado,/ cojitranco y hambriento./ Íbamos a vivir toda la vida juntas,
dijo./ Me extrañarás, aseveró./ Mi
juventud siempre supo más que yo.”
Y así,
como un relámpago, me entra la idea de que a mi edad le faltan muchos años. Recuerdo
que la esperanza de vida ha aumentado y que en mi familia casi todos llegan a
muy viejos.
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