Este es Arno, el gato de Silvia |
Me dio mucho gusto que el maestro Saúl Rosales me
invitara a participar en la nueva edición Estepa
del Nazas. Desde hace casi veintidós años se ha venido publicando esta
revista, y aunque ha tenido algunos periodos de silencio, es un referente para
conocer la literatura que se hace en La Laguna.
En el
más reciente número participé con un cuento que se titula “¿Por qué tenías que
hablarme del gato?” es un cuento simple y recurrí a la forma epistolar para
desarrollarlo, además escogí un narrador masculino. Enseguida les traigo un
fragmento del cuento. Espero busquen Estepa
y lo lean completo; allí encontraran textos muy interesantes de escritores
laguneros. Aquí el fragmento:
Querida María:
Te escribo por prescripción médica. Según el
psiquiatra tengo que hacer un recuento de lo que fue mi vida contigo y
compartírtelo. Él dice que esto es necesario para que su tratamiento tenga
éxito. Para que yo pueda retomar, definitivamente, la vida de manera normal; es
decir, sin ti. Sólo sigo sus instrucciones. Quiero que quede claro que es el
tratamiento, y no otro, el motivo de esta carta.
Hace exactamente un año que me dejaste. Con el
pasar de los meses, y, quizá con la ayuda del psicoanalista (no estoy muy
seguro) casi no me acordaba de ti. Pero tú, fiel a la costumbre de
contradecirme, te dio por volver. No sé para qué. Pasaban días en que en mi
imaginación aparecía poco tu rostro. Tu rostro, ése que era más hermoso cuando
estabas triste. Sí, un efecto extraño ejercía la tristeza en tu semblante que
te embellecía: tu nariz se afilaba, tus ojos adquirirían un efecto deslumbrante
y la seriedad en tu boca se trasfigurada en sensualidad. Me estremezco nomás de
recordar la postura que tomabas cuándo estabas triste. Te sentabas en cuclillas
en el sillón, abrazabas tus piernas y tu mirada se iba al infinito. Tu
infinito, ese misterio que jamás pude descifrar, por más que lo intenté. ¿Qué
ves? ¿Qué tienes? ¿Qué piensas?, te preguntaba. Siempre respondías: “Nada”.
Mirabas hacía adentro de ti. Cuando eso pasaba me daban ganas de tomarte y
hacerte el amor.
Te
conocí en aquella reunión en la que, dirigidos por un chamán, tomamos
ayahuasca. Ernesto, nuestro amigo en común, había actuado como Celestina. Él me
había hablado de lo maravillosa que era María, una compañera del trabajo.
Cuando le cuestioné el porqué de que no fueras su novia, respondió: “Es ideal
para ti, no para mí”. Ya conoces a Ernesto, siempre me molestaba porque yo rebasaba
los treinta y cinco y nunca había tenido una relación duradera. Me reía. La
verdad es que no había encontrado a una mujer como tú, que me gustara para
estar más de tres meses con ella y menos que fuera merecedora de ser la madre
de mis hijos. Hasta que te conocí. Me sorprendió que te enojaras cuando te dije
que deberíamos de tener hijos. Debí suponer que nunca ibas a complacerme.
Deseaba tener un hijo y contigo sólo tuve un gato.
[…] Yo te hacía el amor, tú no hacías
nada. Dejabas que te amara. Hasta que apareció el gato. Te despidieron del
empleo y una de tus amigas, para consolarte, te regalo un gato bebé. Era blanco
y tierno. Tierno, como todo bebé. Tu amiga dijo que era gata y la bautizamos
con el nombre de Gertrudis. La Trudy por aquí, la Trudy por allá. Aunque, unas
semanas después la llevamos al veterinario para que la vacunara y nos dijo que
no era gata sino gato. De todos modos Trudy, fue el nombre. El gato trasfiguró
tu cerebro. Ya casi no teníamos sexo y desde que llegó a nuestro hogar no
paraste de hablar de él. Los primeros días lo alimentabas con un biberón de
muñeca. Era tu hijo. Todo aquello era relatado como el gran acontecimiento de
nuestras vidas. Esas miserias cotidianas se volvieron la razón de tu vida.
Pasaban los días. Al llegar por las tardes al departamento me esperaba la
narración de las actividades felinas. Qué sí estuvo adolorido porque lo
castraron, qué si rasguñó el sillón…