Todas las madrugadas, cerca de la una de la mañana un
tren carguero se oye hasta mi casa. Si logro oírlo es señal que tengo insomnio.
A pesar de que no puedo dormir, lo disfruto porque me remonta a mi infancia. De
niña me gustaba ese sonido. Escucho la noche que se vuelve uno estertor
inacabable, pero que de pronto se mancha por un ladrido de perro; por el ulular
de una ambulancia o por un balazo que, por fortuna, ya casi no oigo. También
escucho a un loco que pasa en motocicleta a toda velocidad. El ruido de ese
hombre, (porque estoy cien por ciento segura que es hombre), entra en mis oídos
a las dos o tres de la madrugada. Yo pienso, “Tal vez ese motociclista tenga
gatos en su casa”. Lo digo porque hay estudios científicos que asocian los
accidentes de motocicleta con un alto porcentaje de toxoplasmosis. Es decir,
con frecuencia la autopsia del accidentado revela que padecía toxoplasmosis
cerebral. La toxoplasmosis es una parasitosis que trasmiten los gatos. Bueno, ojalá
no tenga gato y si lo tiene, que se desparasiten los dos.
Pienso que el insomnio se debe de aprovechar: para
hacer planes nuevos, para imaginarse historias, para resolver problemas. El
caso es que a mí no me sirve para nada, solo para que en las mañanas yo sea una
zombi, una muerta-viva (más muerta que viva), con dolor de espalda y con un mal
humor.
¡Deseo dormir! Pero no quiero ir con el ginecólogo porque
me va a prescribir una hormona maravillosa con la que volveré a los veinte,
pero que hará que me duela la cabeza y las venas de las piernas. No quiero ir
con el siquiatra o al neurólogo porque me recetara benzodiacepinas y voy a
estar muy calmadita, pero aún más atarantada. Mejor voy al supermercado. Me compré
diez cajas de tés, unos decían relajantes, otros de siete azahares y hasta de
nueve azahares, de valeriana y uno que se llama Serena-T. Mis ojos se cierran
pero siguen viendo imágenes. Ninguno de mis sentidos se clausura. No sé si no
duermo porque tengo roto el corazón, los meniscos o el pensamiento. En mi pecho
el caos y en mis ojos la desesperación. ¿Cuántos días se necesitan para
volverse loco por no dormir?: Once días. Yo tengo dos noches sin dormir. ¿Qué
busco? ¿Quién soy?, ¿A dónde voy? Muy mala hora para ponerse existencialista; a
las tres de la mañana es lo peor que me podría pasar. Seguro me iré al infierno
y mi castigo será el del dragón de la Cólquida, el que nunca dormía. Como a él
que me hipnoticen para poder dormir. ¡Hipnotízenme! O leo el poema de Jorge
Luis Borges que se titula “El sueño”: “Si
el sueño fuera (como dicen) una/ tregua, un puro reposo de la mente,/ ¿por qué,
si te despiertan bruscamente,/ sientes que te han robado una fortuna?/ ¿Por qué
es tan triste madrugar? La hora/ nos despoja de un don inconcebible,/ tan
íntimo que sólo es traducible/ en un sopor que la vigilia dora/ de sueños, que
bien pueden ser reflejos/ truncos de los tesoros de la sombra,/ de un orbe
intemporal que no se nombra/ y que el día deforma en sus espejos./ ¿Quién serás
esta noche en el oscuro/ sueño, del otro
lado de su muro?/
Pero si Borges tiene un poema para “El sueño”
también lo tiene para el “Insomnio”; es
largo y no cabe en esta página y es aún más profundo que el primero: “Mi cuerpo ha fatigado los niveles, las
temperaturas, las luces:/ en vagones de largo ferrocarril,/ en un banquete de
hombres que se aborrecen,/ en el filo mellado de los suburbios,/ en una quinta
calurosa de estatuas húmedas,/ en la
noche repleta donde abundan el caballo y el hombre./ El universo de esta noche
tiene la vastedad/ del olvido y la precisión de la fiebre./ En vano quiero
distraerme del cuerpo…”
Necesito una tregua; necesito la vastedad del
olvido. Tal vez cuando se publique este artículo ya habré podido dormir y me habré distraído, por unas horas, de mi
cuerpo.