Los rayos del sol me abrazan tibios. Me
reconfortan. Por la mañana, camino solitaria por la calle Álvaro Obregón de la
Colonia Roma, en la ciudad de México. Es un domingo luminoso y en los últimos
cuatro años he hecho ese recorrido muchas veces. Veo las esculturas, los viejos
árboles, los pájaros de los que desconozco sus nombres. Veo muchas personas
paseando a sus perros; sobresalen los pug. Un artista dibuja sentado en una
banca. Los comensales de los restaurantes hablan francés, inglés, alemán y
otros idiomas que no logro identificar.
Veo los puestos de ropa, de tacos sudados y de los no sudados, las
carretillas en la esquinas vendiendo fruta. Gente que viene hablando “sola” con
los audífonos al oído.
Mientras
observo, recuerdo la alegría de la noche anterior. Mi hija, Carolina, en complicidad con su padre y debido a que
cumplo años en febrero, me regalaron un boleto para ir a un concierto de Miguel
Bosé en el auditorio Nacional el
dieciocho de febrero. Ellos saben que soy fanática de Bosé desde mi
adolescencia. Pero sólo había estado en un concierto de él en Torreón, hace
seis años en el Coliseo, que por cierto esa vez fue caótico; uno tenía que
entrar a empujones. No sé cómo es ahora pero esa vez fue muy desagradable y
demasiado caro para un lugar tan incómodo. En cambio mi hija y yo llegamos al
Auditorio y todo fue organizado con mucha civilidad. Tomamos nuestros asientos
y el concierto comenzó puntual, a las 20:00 hrs. Esa noche se me perdieron
treinta años: canté hasta enronquecer;
bailé hasta que me dolió la cintura. Unos días antes alguien me había dicho en
tono irónico, ¿acabas de ir a ver a la mezzosoprano Elīna Garančay y ahora vas a ver a Bosé?
Y yo pregunté si mi cerebro se puede extasiar sólo por lo clásico; mi
cerebro tiene muchos compartimentos. Bosé me crea sentimientos de nostalgia y
alegría: “Porque la música y los olores son los únicos que atrapan,
genuinamente, los recuerdos”, dijo. También nos trajo reflexiónes, usa sus
conciertos para llevar mensajes de paz. Hubo un momento en que, ante un
Auditorio Nacional de lleno total, comenzó hablar del tinte rubio, que a las
mujeres se nos veía bien, pero que cuando los hombres lo usaban les trastocaba
el pensamiento y los hacía querer construir muros y expulsar inmigrantes. Habló
de sus cuatro hijos y del deseo de dejarles un mundo mejor luchando por la paz:
“La paz se construye dentro de muchos frentes y uno de ellos es la solidaridad;
se trata de ser generosos y compasivos”. Sí, esa noche me volví loca con Lobo
estepario: “Mi corazón, salvaje y estepario/ lamió poemas caídos de tus
labios”, esta canción, seguramente a todos nos recordó a su joven sobrina Mimba
Bosé, recientemente fallecida por cáncer de mama; él cantaba esa canción con ella. Después de muchos gritos, el concierto terminó con “Te amaré”: “Con
la paz de las montañas te amaré/ con locura y equilibrio te amaré / con la
rabia de mis años/ como me enseñaste a ser/ con un grito en carne viva te
amaré…” Bosé y yo hemos envejecido, él se ve un poco cansado y yo también, pero
él se ha vuelto un ser místico.
Ahora,
después de los ecos del concierto Bosé, escribo este texto y confirmo: los
albañiles me persiguen. Estoy en un tercer piso del edificio donde vive mi hija.
A través de la ventana se cuelan sus gritos. Construyen lo que yo creo serán
departamentos. Me divierto escuchando su
lenguaje lleno de improperios. Ellos cantan a coro. “Yo sentí que mi
vida se perdía en un abismo profundo y negro como mi suerte/ quise hallar el
olvido al estilo Jalisco./ Pero aquellos
mariachis y aquel tequila me hicieron llorar…” Dejan caer material desde lo
alto y más de uno lanza un alarido fingiendo que le cayó encima. De todos lo
que he oído, estos son los únicos que hablan inglés, good morning, thank you very much, give me the Shovel, we will have a
lunch. Yo me quedé pensando que el tinte rubio estaba haciendo sus efectos
y que ahora los albañiles mexicanos son: repatriados y bilingües.
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