Un
día, me volví loca. Fui un estallido en el pecho; un colibrí en levitación. Me
creí la mujer que volaba. Me creí, el espantapájaros de Girondo. Un día, ya no
caminé: Fui el espantapájaros que la hace de pájaro. Perdí la razón y qué. Ni
me dolió. La locura no duele, al menos no la mía. Todo eso era necesario si
pretendía ser aquella mujer, de aquel poema, de aquel poeta argentino llamado Oliverio
Girondo. Ése, que se nació en 1891, que se murió en 1967 y que se escribió
versos titulados “Espantapájaros” y que
comienzan así:
“No sé, me importa un pito que las
mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo;/ un cutis de
durazno o de papel de lija./ Le doy una importancia igual a cero, al hecho de
que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida./ Soy
perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en
una exposición de zanahorias;”
Hasta allí, ya había olvidado que
existían las arrugas y la ley de gravedad. Preocupada, me pareció
excesivo eso del “aliento insecticida”. Pero ya que mi demencia iba en caída
libre, regresé a los golpes de luz:
“¡pero eso sí! -y en esto soy
irreductible- no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Si no
saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!/ Ésta fue -y no
otra- la razón de que me enamorase, tan locamente, de María Luisa./ ¿Qué me
importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos?/ ¿Qué me
importaban sus extremidades de palmípedo
y sus miradas de pronóstico reservado?”
y sus miradas de pronóstico reservado?”
Y quise ser como su María Luisa y viajar
por el aire y deseé tener esos labios en abonos y las extremidades de pato. Pero
no supe cómo tener “miradas de pronóstico reservado”. Sólo seguí comiendo ansiosa
los versos:
“¡María Luisa era una verdadera pluma!
Desde el amanecer volaba del dormitorio/ a la cocina, volaba del comedor a la
despensa./ Volando me preparaba el baño,
la camisa./ Volando realizaba sus compras, sus quehaceres.../ ¡Con qué
impaciencia yo esperaba que volviese, volando, de algún paseo por los
alrededores!”
Y
sí, volé por la cocina y sus alrededores, aunque tampoco fue posible ser del
todo ligera como una pluma. Aun así me maravillaba:
“Allí lejos, perdido entre las nubes, un
puntito rosado. "¡María Luisa! ¡María Luisa!"... y a los pocos
segundos, ya me abrazaba con sus piernas de pluma, para llevarme, volando, a
cualquier parte.”
También intenté, como María Luisa,
llevármelo volando, lo abracé y me quedé muda. En ese momento mi locura ya no
tenía remedio:
“Durante kilómetros de silencio
planeábamos una caricia que nos aproximaba al paraíso;/ durante horas enteras nos anidábamos en una
nube, como dos ángeles,/ y de repente,
en tirabuzón, en hoja muerta, el aterrizaje forzoso de un espasmo.”
Me
sonrojé, si es que un pájaro pudiera hacerlo. No obstante, sé que la
imaginación tiene grandes efectos fisiológicos. Y con la fisiología continué:
“¡Qué delicia la de tener una mujer tan
ligera..., aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas!/ ¡Qué
voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes.../ la de pasarse las
noches de un solo vuelo!/ Después de
conocer una mujer etérea,/ ¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una
mujer terrestre? / ¿Verdad que no hay diferencia sustancial entre vivir con una
vaca o con una mujer que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del
suelo?”
Y tuve la tentación de una cinta de
medir y una báscula pesa kilos que no pudiera darme una certeza y confirmará
que yo era etérea:
“Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender
la seducción de una mujer pedestre,/ y por más empeño que ponga en concebirlo,/
no me es posible ni tan siquiera
imaginar que pueda hacerse el amor más que volando.”
Sí, un día me volví loca leyendo el
poema “Espantapájaros” de Oliverio Girondo, e iba del asombro a la risa. Fascinada,
la metamorfosis me llevó a la volatilidad.
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