Mis ojos, un océano. Mi corazón, un abismo. Camino una calle conocida.
Tengo en la mirada una versión limitada de Heráclito. El camino es y no es el
mismo, igual que yo. Me resigno a lo que pasa, diciéndome: “Uno nace como puede
y hace lo que alcanza. Y a veces ni eso”. No me duele nada ajeno (si es que existe
algo que sea ajeno). Me duele lo propio; la sangre entremezclada con la mía. Aquella
que bulle fuera de mi comprensión. Soy una mujer que sueña. Y el sueño incluye
pesadillas.
Me hubiera
gustado nacer a los treinta y tres años como el “Altazor” de Huidobro, él que
aseguraba: “Nací a los treinta y tres
años, el día de la muerte de Cristo (…) Tenía yo un profundo mirar de pichón,
de túnel y de automóvil sentimental. Lanzaba suspiros de acróbata.” Sin
embargo, a mí me tocó nacer a los treinta y cinco. El profundo mirar de pichón
me persigue. Muchas veces me he preguntado si soy culpable de ese nacimiento
tan tardío; si soy culpable de ser una
mujer nacida después de tiempo; de ser producto de un parto postmaduro. Me fui
formando poco a poco sin sentir el verdadero sentido de la vida, de la muerte. La
inconciencia del nonato me cobijaba. Sé que no podría explicarlo pero un día un
resplandor me golpeó la mirada y fue cuando dije: “He nacido”. Así, fue la mía
una gestación prolongada y en ese tiempo de gravidez hablé mis primeras
palabras y di mis primeros besos. Jugué, reí y exploré lo que pude. Encontré
amigos. Luego fui a la universidad y después me convertí en una esposa y tuve
hijos. Madre, dos veces madre. Al momento de mi alumbramiento descubrí los
tormentos de mis padres y las confusiones de mis hermanos. Conocí a mis hijos,
jóvenes de esperanza que me prodigan saberes. Hijos que creen que yo los he
creado cuando han sido ellos los que me han ido dando forma. He sido el
vehículo para traerlos al mundo. He sido receptáculo de su conocimiento, amor y
queja.
Hasta mi
alumbramiento, la ignorancia me liberaba de toda culpa. Si hice bien lo que
correspondía o si lo hice con defecto; estoy perdonada. Todos tendrán que
perdonarme. Nací en una edad madura y me volví una de esas mujeres que se
enternece con facilidad; una de ésas que se emocionan con actos cotidianos y
repetidos como los atardeceres. Por eso creen que no sé qué es el pragmatismo. Dicen
que no soy una mujer práctica porque me gusta la poesía y la música y en la
tormenta finjo tranquilidad. Si no se entiende lo que digo, no importa. Soy la
que sabe que en la inutilidad se puede vivir el sentido del todo. Estoy pegada
al mismo cielo, a las mismas palabras, a los mismos conjuros. Siempre.
Quince años después de los treinta y cinco, reconozco
el trauma del nacimiento: el deslumbramiento que siguió de la oscuridad. Oigo
mi llanto. Recuerdo lo poco festivo que fue (que es) ese acontecimiento. Sin
bautizo ni felicitaciones ni visitas ni un solo, ¿a quién se parece?. Todo pasó
tan desapercibido y yo tenía hambre y tomé pequeños tragos del mundo. Comencé a
probar y me quedé temblando con el “Arte Poética” de Vicente Huidobro: “Que el verso sea como una llave/ que abra
mil puertas./ Una hoja cae; algo pasa volando;/ cuanto miren los ojos creado
sea,/ y el alma del oyente quede temblando./ Inventa mundos nuevos y cuida tu
palabra;/ el adjetivo, cuando no da vida, mata./ Estamos en el ciclo de los
nervios./ El músculo cuelga,/ como recuerdo, en los museos;/ mas no por eso
tenemos menos fuerza:/ el vigor verdadero/ reside en la cabeza./ Por qué
cantáis la rosa, ¡oh poetas!/ hacedla florecer en el poema./ Sólo para nosotros/
viven todas las cosas bajo el sol./ El poeta es un pequeño Dios.”
Sí, quisiera cuidar mi palabra y buscar el
verdadero vigor en mi cabeza. Ahora tengo claro el pensamiento: siempre habrá
una oportunidad para volver a nacer. Y yo, ya llevo tres veces.
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