En el verano lagunero el cielo y el mundo se derriten. Le damos probaditas al infierno y cuando creemos que todo es azul el rojo nos golpea con fuerza. La Laguna en rojo. Rojo que no te quiero rojo, que no te quiero rojo coagulado.
En estos días de apariencia ordinaria; quisieron venderme a Dios. No era la primera vez que alguien intentaba convencerme de tal adquisición. Recuerdo ver en televisión a un extraño con acento portugués y perfecto español gritando: “Pare de sufrir”. Vienen a mis recuerdos los jóvenes en bicicleta con sus pantalones azul marino y sus camisas blanco Mormón. De aquéllos, se dice que siempre uno se llama Walter; del otro no me acuerdo cuál nombre lleva (porque no usan su verdadero nombre). La memoria también trae las pláticas de amigas sobre las asociaciones religiosas donde hacen sanaciones, los feligreses entran en trance y hablan en lenguas. Y ellas, las mujeres que van en pareja casa por casa caminando hacía la salvación: “Necesita conocer las sagradas escrituras, conviértase, hágase testigo de Jehová. Sálvese porque estamos viviendo los últimos tiempos”. Han tocado a mi puerta un sinfín de veces y siempre encuentran la negativa desde mi comodidad: un grito de no gracias, otro día será, estoy muy ocupada, disculpe pero no…
Sin embargo no habría yo de ser libre del ofrecimiento teológico. Llegué a casa después de una caminata y vi a dos mujeres con sombrilla allí en la puerta, con vestidos de colores opacos que les llegaban casi a los tobillos, con el pelo recogido y en las manos algunas revistas que gritaban en el titulo ¡Despertad! y La Atalaya. Y ahora, ¿qué les diría?: “Sí, también soy su hermana, creo en Dios, es sólo que si necesito una transfusión de sangre quiero que me la pongan, soy su hermana pero no me gusta esa ropa de vestidos largos, me gusta maquillarme y contradecirle a mi esposo cuando no estoy de acuerdo. Además eso de que estamos en los últimos tiempos no lo sé, pero tampoco lo recuerdo en el insomnio. Queridas Atalayas déjenme en paz con mis creencias llenas de dudas. Dudas eso sí. A mí nadie me ha vendido a Dios. Nací teniendo fe en Él. Supongo que se trata de algo como lo que expresó José Saramago cuando dijo que él era un “comunista hormonal”, así, yo soy una “creyente hormonal”. Entonces quise hacerme mensa y no llegar a mi casa pero el sol ya pegaba fuerte y pensé en escucharlas y darles por su lado. Les contesté que sí, que conocía la palabra de Dios. Que Jehová nos haría salvos, que es malo transfundirse sangre (cuando está contaminada), que hay que obedecer las sagradas escrituras y que estamos viviendo los últimos tiempos. Que en oración me he entregado a la voluntad de Dios, que me sé más o menos los mandamientos de la palabra de Dios: Amarás a Dios por sobre todas las cosas. No tomarás el nombre de Dios en vano. Santificarás las fiestas. Honrarás a tu padre y a tu madre. No matarás. No cometerás actos impuros. No hurtarás. No dirás falso testimonio ni mentiras. No consentirás pensamientos ni deseos impuros. No codiciarás los bienes ajenos. Y que me tenía que ir porque tenía mucho trabajo.
“Espere un poco”, me dijeron, y soltaron una retahíla de citas bíblicas de memoria que no las recuerdo con exactitud pero que se parecían a las que están en su página de Internet: “Para ser amigo de Dios, tiene que adquirir un buen conocimiento de la verdad bíblica (1 Timoteo 2:3, 4), poner fe en las cosas que ha aprendido (Hebreos 11:6), arrepentirse de sus pecados (Hechos 17:30, 31) y volverse de su proceder anterior en la vida. (Hechos 3:19) Luego su amor a Dios debería motivarlo a dedicarse a él. Eso quiere decir que, en privado, mediante una oración personal usted le dice a Dios que se entrega a él para hacer su voluntad. (Mateo 16:24).
En verdad me tengo que ir, disculpen, debo de ir a mi grupo de oración ─pequé mintiendo─ Extrañadas, me ofrecieron las revistas a 10 pesos cada una, les dije que no tenía dinero. Me las regalaron. Y pensé: “¡Aleluya! Sanseacabó”.