Recuerdo que desde niña en cualquier lugar en el que
he estado siempre me acompaña, como sonido de fondo, el cantar de las palomas torcazas.
Y ahora, que paso la mayoría de mis días en la Ciudad de México, no es la
excepción.
La
calle donde vivo es novedosa para mí. Me sorprende a cada instante: con
frecuencia pasa un flautista que me recuerda la música prehispánica, luego le
hace competencia una guitarra con un violín tocando el “Querrequere”. En otro
momento un vecino del edificio de departamentos, donde vivo, toca en su saxofón
jazz de una manera tan suave y sensual
que me hace suspirar. Todos los días y a cualquier hora pasa un camión que trae
una grabación que anuncia con una voz
femenina y muy nasal: “Se compran colchones, tambores, refrigeradores, estufas,
lavadoras, microondas o algo de fierro
viejo que vendan” pero tiene el poder la ubiquidad al parecer está en toda la
ciudad. Al principio me parecía pintoresco, ahora mis oídos se cansan. Por mi
calle, ocasionalmente pasa un cilíndrero interpretando “Cielito lindo”. No es
menos frecuente el silbido nostálgico del camotero que me trae recuerdos de
hace treinta años, cuando yo vivía aquí. Otros que se escuchan son los vendedores
de tamales oaxaqueños: “Venga y pida, los ricos y deliciosos tamales
oaxaqueños. (¿Qué diferencia habrá entre ricos y deliciosos?)
Calientitos tamales oaxaqueños”, repite una y otra vez la grabación. Pasan los que
venden plátanos de diez pesos, aguacates y cerezas de a veinte. Y como se me
hace tan barato salgo corriendo a encontrarme con ellos. Llegó cansada al
camión y al regreso jadeando al departamento y mi hija se carcajea. Ay, mamá ¿Cuánto
te puedes ahorrar? No importa, el aguacate en Torreón cuesta a ochenta pesos.
También hay un señor que vende tamales pero que canta “amales” de una forma tan
alargada y sostenida que me hace sonreír. Otros gritan pero no entiendo nada.
En cambio, el otro día pasó un señor que compraba fierro pero lo anunciaba a
manera de no sé qué ritmo: “Fierro…
fierro… fierro, fierro, fierro y enseguida saltaba un fragmento de un
canto árabe. Esta ciudad es toda sonoridad junto con las torcazas que siempre traigo
dentro de mí.
Recuerdo que recién había llegado aquí, una noche
alrededor de la doce, comencé escuchar unos gritos que provenían de un edificio
contiguo, me parecía que escuchaba mi nombre. Así era, me acerqué a la ventana
y una voz joven y masculina gritaba: “¡Angélica!”, lo hacía de manera
desesperada y con mucha pasión. Pensé “tocaya mía regresa con este hombre” ha
gritado diez veces nuestro nombre, se lo merece. La segunda noche lo volvió a
hacer pero solo tres veces y hubo una más, pero solo fueron dos ¡Angélica!.
¿Qué pasaría con esa mujer? En tres días se recuperó ese amante que no le
importaba despertar a decenas de personas con sus gritos o bien mi tocaya
volvió con su gritón. .
Aquí en la Ciudad de México, los días en que tengo clase,
salgo por la mañana y cuando el sol esta radiante y no me quema como el de
Torreón, observo que las personas de esta calle se conocen, gritan, bromean.
Muchos caminan con sus perros. Me gusta ver a tanto perro que no ladra, a veces
están sentados esperando fuera del restaurant mientas su dueño se alimenta. En
este barrio de la Roma, a veces no muy limpio, se camina y se ve arte hasta en
un árbol muerto que talló un escultor.
Mi calle actual tiene árboles viejos y algunas
cuarteaduras en memoria del reciente temblor, tiene restaurantes, comercios y
departamentos. Es un lugar con mucho movimiento, muy vivo; contrasta con mi
calle de Torreón en la que solo oigo el “Vals las olas” en un carrito que vende
nieve y en donde tiempo antes escuchaba al “Pan panadero” que creo que se le
endureció el pan y ya no lo vende. Otro es el que vende escobas y trapeadores.
En las tardes cuando estoy allá y salgo a caminar y me topó con un joven con
síndrome de Down que camina con sus audífonos puestos cantando y que de tanto
vernos le parezco familiar, por eso él siempre me dice: hola. Yo admiro a ese
muchacho tan independiente
Muy distintas
son mis dos calles: una tan viva y otra tan llena de baches; una tan temblorosa
y otra impávida como si nada ocurriera y quizá nada ocurre.