Tal vez tengas veinte años. Casi a diario deambulas
por una avenida. Tu destino fue herido antes del nacimiento; la parálisis
cerebral ha sido la manutención de tu familia.
Viven gracias a ti: joven sin tentaciones. Vas ofreciendo tu mirada de abismo
mientras entre balbuceos y suplicas entrecortadas pides: “Peso para taco”. Con
las piernas muertas, te arrastras empujándote con las manos y apoyándote en los
glúteos. Tu madre te ha colgado un recipiente en el pecho para que allí te
depositen las limosnas. Recorres los restaurantes que tienen mesas en la
banqueta. Las personas tratan de no mirarte, pero sobre todo, tratan de no olerte;
emanas la fetidez de la miseria. Los comensales sacan una moneda, algunos no
por compasión sino porque no quieren ver el espectáculo que entregas. Se oyen
comentarios: “La madre viene y lo deja todos los días para que pida limosna”,
dice una señora mientras se come un filete de salmón con una copa de vino
tinto. Otra exclama indignada, pero ¿Dónde están los derechos humanos para este
pobre muchacho? Un señor te mira con lástima y desembolsa veinte pesos. Todos
se apresuran a la dádiva para que te retires rápido de su mesa.
Te he
visto con tu madre y con tu hermana de seis o siete años. Haces tú recorrido y
regresas a la base materna. Ella, tu madre, vende dulces en la misma calle; es
gorda y siempre está sentada en el suelo. Los he visto a los tres acurrucados
por las noches; los he visto como ríen ante los bailes de tu pequeña hermana.
Con ojos brillantes sueltas espasmos de carcajadas. Cuando te alejas de ellas pierdes
la poca luz que te cubre, eres oscuridad cuando te arrastras. ¿Adónde se van tú
y tu familia cuando terminan la jornada? ¿Quién va por ustedes? ¿Acaso existe tu
padre?
Creo
que tu condición te permite tener consciencia de lo que significas para tu
familia y para los extraños. Los extraños creen que tu propia sangre abusa de ti,
que aprovecha tu condición para vivir a costa tuya, y es verdad. Sin embargo,
tal vez estás orgulloso de ser el sustento familiar y hasta te permites alguna
pequeña burla hacía los demás. Habitualmente serías una carga en otra familia
pobre, pero en ésta, eres su salvación. No sé si albergues rencor en tu corazón
o disfrutas un poco al insultar con tu mal olor mientras otros comen ricos
platillo. O quizá estés realmente cansado de ese fatigoso trabajo de moverte y de
intentar esas tres palabras con dificultad. Los espasmos no te abandonan nunca.
Me he
preguntado qué pasaría si los Derechos Humanos intervinieran y tomaran la
resolución de que están abusando de ti: Te llevarían a un albergue en donde
serias atendido por extraños; estarías lejos de la alegría que te provocan la
gracia de tu hermana y la calidez de los grandes brazos de tu madre. ¿Para
quién eres un problema? Quizá tú familia ya no te ve con tristeza sino con
resignación y como su medio de sobrevivencia. Para las personas que se topan
contigo eres un aguijón de compasión, de suciedad. Para otros eres casi un
insulto; he visto sus gestos, sus reacciones. Para otros más, sólo un
espectáculo de miseria que tiene que hacerse presente para recordarles su
fortuna. ¿Qué eres para ti mismo? Qué te dice tu cuerpo despojado de la
bipedestación, de limpieza, de cátedra. En ti, la mitad de un cuerpo inerte; la
mitad de la palabra; la mitad de la vida. Todo te ha sido impuesto. Abres los
labios y abres la compasión y un rencor inmóvil porque destruyes el placer de
los otros. Cada día comienzas tu historia y cada día la terminas. Y la duda se
paraliza: ¿Eres un problema social? ¿Una solución económica? o ¿Un tranquilizante
para la conciencia?