“— Sí, si yo me acordaba bien. Fue en septiembre
del año pasado, por el día veintiuno. Óyeme, Melitón,[…] —Fue un poco antes. Tengo entendido que fue
por el dieciocho.” Lo anterior es parte del cuento de Juan Rulfo titulado “El
día del derrumbe” y se refiere al terremoto que devastó Colima, el 18 de
septiembre de 1932: “Hasta vi cuando se derrumbaban las casas como si estuviera
hechas de melcocha; nomás se retorcían así, haciendo muecas y se venían las
paredes enteras contra el suelo. Y la gente salía de los escombros toda
aterrorizada corriendo derecho a la iglesia dando de gritos…”
Pasaba la media noche del 7 septiembre del 2017. Dormía,
mi hija Carolina hacía lo mismo en la habitación contigua. Nos despertó la
alarma sísmica, le grité. Ella tomó como si fuera un trapo a nuestra pequeña
perrita y corrimos. Todo se movía de un lado a otro, bajamos las escaleras (un
piso) como si de un puente colgante se tratara. Batallé para abrir la puerta.
Pronto bajaron los demás vecinos. Abrazo a mi niña y a nuestra mascota. El
temblor continúa. Es la eternidad en un corazón sofocado. Cada cuerpo padece su
propio sismo, pero el mío es más evidente. Es la novedad, desde hace mes y
medio vine a la Ciudad de México a estudiar la maestría en literatura. El
terror, el verdadero terror había nacido en mí. No hablo, pero mi cuerpo no
puede estar sosegado, parece convulsionar. Un vecino me toma de los hombros y
me habla con voz serena. Me tranquiliza. Todo ha pasado; nada ha pasado.
El 19 de septiembre suena la alarma sísmica a las
once de la mañana, sabemos que es un simulacro por el recuerdo de hace treinta
dos años. Carolina ha faltado a la escuela porque tiene gripa y yo ese día no
tenía clases. En ese momento estoy leyendo la novela La sombra del caudillo de Martín Luis Guzmán, como parte de mis
tareas. A la 1:15 pm comienzan las paredes a moverse, el aullido sísmico se
retrasa unos segundos. Nuevamente le grito a mi hija. Ahora es diferente, el
movimiento no es solamente lateral, el piso pareciera ondularse y hace que
demos saltos. Logramos salir. Afuera hay mucho polvo. Qué afortunada soy de
poder abrazar a mi hija. Las personas se abrazan no importa si son extraños.
Mientras, un viento sucio y frío nos envuelve. Se ha caído una torre de la
escuela primaria que está a cincuenta metros de nuestro departamento (en la
Roma). Después deja de temblar. Las mamás de los niños pasan corriendo: lloran,
hablan solas, rezan. A cuarenta metros de distancia a un Vocho se le ha caído
encima una pared y veinte metros adelante, un Porsche también esta aplastado (los
dos coches son blancos, los dos fueron diseñados por el alemán Porsche: un automóvil
para pobres y otro para ricos) la naturaleza no distingue estados
socioeconómicos. “Se murió un conserje y también el dueño del edificio”: saltan
cientos de anécdotas. La muerte nos iguala a todos, no importa cuán pretensioso,
perverso o bueno seas.
Caminamos hacia la Av. Álvaro Obregón. Se oyen
algunos rezos, otros, intentan hablar por teléfono (las comunicaciones son
intermitentes). Otros, toman fotografías y videos. Caminar y caminar todo el
día porque nadie quiere entrar a sus lugares. Llegamos al edificio en donde más
personas murieron. Buscamos en las listas el nombre de una de mis compañeras de
clase; la señalan como desaparecida. Apenas sí la conozco pero siento una
opresión en el pecho. A los dos días en el grupo de Whatssap de la clase
pusieron la fotografía del momento de su rescate. Una alegría, un regalo
inesperado.
En los
edificios derrumbados nos dijeron que ya no se necesitaban manos. Había
suficientes. Vemos gente ofreciendo comida, agua, chocolates. Nuestra ayuda será
de otra manera. Mi cuerpo esta adolorido por completo como si hubiera recibido
una golpiza. Entre tanto rostro extraño y ante los aplausos de un recate más,
tengo deseos de cubrirme la cara y llorar a gritos. Sin embargo, solo mis ojos
alcanzan a gritar y no traigo pañuelos desechables. Un grillete invisible me
toma el cuello. Mis mandíbulas se contraen.
He perdido mucho de mí y he rescatado mi esencia. Soy afortunada porque
los que amo están, a través de la distancia, conmigo.
El sábado 14, a las 8:30, otra vez se escucha la
alarma. ¿No es esto demasiado? Descanso un poco porque mi Caro se ha ido con
unas amigas a Querétaro. Al menos se evitó uno. Dos personas mueren por
infarto. El miércoles 27 de septiembre (día en que nació mi amado hijo) regreso
a Torreón y la que se fue, no regresó. Tanta sacudida y tanto dolor me han
cambiado. Soy afortunada entre tanta desolación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario