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Nació en Francisco I. Madero, Dgo. El peor de los pecados es su primer libro de cuentos.Ha recibido el Premio Estatal de Periodismo Cultural “Armando Fuentes Aguirre” en los años 2000 y 2015 y el Premio Estatal de Periodismo de Coahuila, 2016 y 2017. Escribe cuento y ensayo. Es colaboradora regular del periódico El Siglo de Torreón. Su entrevista con Elena Poniatowska fue traducida al griego y publicada en la revista Koralli de Atenas. Ha publicado en diversas revistas nacionales y libros colectivos. Perteneció al taller literario de Saúl Rosales; es médica egresada de la Facultad de Medicina de Torreón, UA de C. y estudió la Maestría en Apreciación y Creación Literaria en Casa Lamm en la Ciudad de México.

sábado, 21 de octubre de 2017

DERRUMBE Y DESOLACIÓN


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“— Sí, si yo me acordaba bien. Fue en septiembre del año pasado, por el día veintiuno. Óyeme, Melitón,[…]  —Fue un poco antes. Tengo entendido que fue por el dieciocho.” Lo anterior es parte del cuento de Juan Rulfo titulado “El día del derrumbe” y se refiere al terremoto que devastó Colima, el 18 de septiembre de 1932: “Hasta vi cuando se derrumbaban las casas como si estuviera hechas de melcocha; nomás se retorcían así, haciendo muecas y se venían las paredes enteras contra el suelo. Y la gente salía de los escombros toda aterrorizada corriendo derecho a la iglesia dando de gritos…”
Pasaba la media noche del 7 septiembre del 2017. Dormía, mi hija Carolina hacía lo mismo en la habitación contigua. Nos despertó la alarma sísmica, le grité. Ella tomó como si fuera un trapo a nuestra pequeña perrita y corrimos. Todo se movía de un lado a otro, bajamos las escaleras (un piso) como si de un puente colgante se tratara. Batallé para abrir la puerta. Pronto bajaron los demás vecinos. Abrazo a mi niña y a nuestra mascota. El temblor continúa. Es la eternidad en un corazón sofocado. Cada cuerpo padece su propio sismo, pero el mío es más evidente. Es la novedad, desde hace mes y medio vine a la Ciudad de México a estudiar la maestría en literatura. El terror, el verdadero terror había nacido en mí. No hablo, pero mi cuerpo no puede estar sosegado, parece convulsionar. Un vecino me toma de los hombros y me habla con voz serena. Me tranquiliza. Todo ha pasado; nada ha pasado.
El 19 de septiembre suena la alarma sísmica a las once de la mañana, sabemos que es un simulacro por el recuerdo de hace treinta dos años. Carolina ha faltado a la escuela porque tiene gripa y yo ese día no tenía clases. En ese momento estoy leyendo la novela La sombra del caudillo de Martín Luis Guzmán, como parte de mis tareas. A la 1:15 pm comienzan las paredes a moverse, el aullido sísmico se retrasa unos segundos. Nuevamente le grito a mi hija. Ahora es diferente, el movimiento no es solamente lateral, el piso pareciera ondularse y hace que demos saltos. Logramos salir. Afuera hay mucho polvo. Qué afortunada soy de poder abrazar a mi hija. Las personas se abrazan no importa si son extraños. Mientras, un viento sucio y frío nos envuelve. Se ha caído una torre de la escuela primaria que está a cincuenta metros de nuestro departamento (en la Roma). Después deja de temblar. Las mamás de los niños pasan corriendo: lloran, hablan solas, rezan. A cuarenta metros de distancia a un Vocho se le ha caído encima una pared y veinte metros adelante, un Porsche también esta aplastado (los dos coches son blancos, los dos fueron diseñados por el alemán Porsche: un automóvil para pobres y otro para ricos) la naturaleza no distingue estados socioeconómicos. “Se murió un conserje y también el dueño del edificio”: saltan cientos de anécdotas. La muerte nos iguala a todos, no importa cuán pretensioso, perverso o bueno seas.  
Caminamos hacia la Av. Álvaro Obregón. Se oyen algunos rezos, otros, intentan hablar por teléfono (las comunicaciones son intermitentes). Otros, toman fotografías y videos. Caminar y caminar todo el día porque nadie quiere entrar a sus lugares. Llegamos al edificio en donde más personas murieron. Buscamos en las listas el nombre de una de mis compañeras de clase; la señalan como desaparecida. Apenas sí la conozco pero siento una opresión en el pecho. A los dos días en el grupo de Whatssap de la clase pusieron la fotografía del momento de su rescate. Una alegría, un regalo inesperado.
 En los edificios derrumbados nos dijeron que ya no se necesitaban manos. Había suficientes. Vemos gente ofreciendo comida, agua, chocolates. Nuestra ayuda será de otra manera. Mi cuerpo esta adolorido por completo como si hubiera recibido una golpiza. Entre tanto rostro extraño y ante los aplausos de un recate más, tengo deseos de cubrirme la cara y llorar a gritos. Sin embargo, solo mis ojos alcanzan a gritar y no traigo pañuelos desechables. Un grillete invisible me toma el cuello. Mis mandíbulas se contraen.  He perdido mucho de mí y he rescatado mi esencia. Soy afortunada porque los que amo están, a través de la distancia, conmigo.

El sábado 14, a las 8:30, otra vez se escucha la alarma. ¿No es esto demasiado? Descanso un poco porque mi Caro se ha ido con unas amigas a Querétaro. Al menos se evitó uno. Dos personas mueren por infarto. El miércoles 27 de septiembre (día en que nació mi amado hijo) regreso a Torreón y la que se fue, no regresó. Tanta sacudida y tanto dolor me han cambiado. Soy afortunada entre tanta desolación.

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