Hace unos meses me enteré de una señora que mató a
su marido. La historia tendría que ser de espanto para quién la oyera, pero la
verdad era que al escuchar, en la televisión, a la mujer cómo lo hizo, uno no podía
sentir ningún sentimiento de compasión o de horror. Aquella mujer hablaba con
mucha naturalidad sobre su acto de asesinato. Se justificaba asegurando que su
marido la había maltratado durante toda la vida; con golpes, borracheras, violaciones...
El hombre no aceptaba irse de la casa, por eso la mujer sintió que la única
forma de liberarse de él era asesinándolo. Contó que primero lo atarantó
dándole una bebida que se prepara con un sobre de polvo de sabor artificial
(Zuko) y agua a la que le agregó una frasquito lleno de Clonazepam, (una
sustancia ansiolítica usada también como inductor del sueño). Ella no pensaba
que se iba morir con el medicamento sino que lo quería dormido. Una vez dormido,
la mujer lo golpeó en la cabeza y después lo partió con un serrucho en pedazos,
lo guardó en un costal y en su triciclo fue a tirarlo a un basurero. La
historia es terrible, pero es extraño que cuando se descubrió quién había sido
la asesina, ésta nomás decía que se sentía aliviada de que se supiera que había
sido ella, porque no podía vivir cargando eso en su consciencia. La asesina se
veía bastante relajada y hasta contenta, pareciera que no le importaban los
años que pasaría en prisión. Seguramente se sentía liberada de que ya no iba a caminar
sus días en el sobresalto de: ¿Me golpeará hoy? ¿Llegará borracho? ¿Me obligará
a tener sexo? ¿Me contagiará alguna enfermedad? El terror; el miedo al extremo.
Recordé
que hace años cuando trabajé (una corta temporada) en el desaparecido Centro Sí
Mujer, lugar de asistencia a mujeres maltratadas, llegaban casos repetidos de
violencia intrafamiliar. Recordé a una mujer con una historia similar:
Una
mujer corpulenta entró al consultorio. Una mirada desconfiada respondió a mi
saludo. La recién llegada traía los ojos de desconfianza. La expresión de
rudeza era remarcada por los moretones en la nariz, párpados y pómulos. Su
gastada blusa exhibía costras de sangre. Era posible percibir que no existía
fragilidad emocional en ella. Lo anterior confirmaba que muchas mujeres que
guardan una larga historia de violencia quedan imposibilitadas para llorar. La
fuerza de los golpes termina endureciéndolas. Se fabrican una coraza que se
vuelve necesario e inevitable. La paciente manifestaba que tenía miedo porque
desde la madrugada del sábado (día de la última golpiza) no sentía movimientos
en su vientre pues tiene cinco meses de embarazo. Eso es lo que le importaba.
Lo demás, lo había aguantado muchas veces.
El
marido borracho usó puños y botas y una botella de vidrio para atacarla, esto le
provocó dos heridas en la cabeza que fueron suturadas en la Cruz Roja. Pudo
haberla matado de no ser por la intervención de sus vecinos. Y dan ganas de
reclamarle: ¿Por qué no se ha divorciado si ya son once años viviendo así? Pero
para qué cuestionar si no habrá respuesta. Para la abusada todo es incierto.
Todo es confusión, pues se sabe que quién vive violencia pierde su identidad y
sus ¿Por qué? Siempre las voces y los actos de desprecio hacen su trabajo: “No
obedeces, eres fea, gorda, tonta,
sucia... haces todo mal. Tú, tú, tú tienes la culpa de todo”. El golpeador se
justifica. Y ella termina creyéndole. Se pierde a sí misma. Aunque a veces
queda el instinto de sobrevivencia.
La
violencia puede ser física, sexual, emocional o económica, en esta mujer cabían
todas las violencias. Ella hablaba con rencor como si todos fuésemos culpables
de sus estigmas. Sin embargo, no se puede explorar el pensamiento manchado de
rojo. De color rojo su mirada y sus madrugadas. Rojo, el mismo color de la nota
que apareció en el periódico difundiendo su caso. “La violencia genera
violencia” y a veces (pocas) hay algunas que se les ocurre ponerle Clonazepam
en el Zuko para así regresarle al marido todo el daño recibido.