El próximo
diciembre se va a cumplir un año que mi querida amiga Dolores se fue a vivir a
Monterrey. Ya hace diez años que, periódicamente, nos reunimos un grupo de
amigas y compartimos la mesa y platicamos de literatura o de política, entre
otras cosas. A este grupo lo denominamos
“Las cinco en punto” porque la hora de nuestra cita siempre es a las cinco de
la tarde. Allí hemos estado Magda Madero, Silvia López, Yolanda Natera,
Graciela Guzmán, Rosa Gámez, Lidia Acevedo,
Dolores Díaz Rivera y yo. Graciela se fue a su natal León, Gto. y
Dolores, como dije, vive ahora en Monterrey, de manera que nuestro grupo se ha
reducido y extrañamos a las que no están porque nos enriquecían con sus
reflexiones.
Dolores es un ejemplo para mí, pues
lleva sus más de ochenta años con una gracia extraordinaria. Habla con alegría
de su vida, tanto que uno piensa que ella siempre ha sido feliz. Aunque sabemos
las historias tristísimas que ha vivido. A Dolores la encontré una mañana de
sábado en el taller de Saúl Rosales. Recuerdo cuánto me sorprendió su vitalidad
y la animación con la se refería a sus nietos, a sus hijos, a su esposo...
Posee una gran capacidad para compartir anécdotas de forma divertida. Otro de
los rasgos sobresaliente de la
personalidad de mi amiga es su entusiasmo por aprender. Posee la humildad que
se necesita para dejar de ignorar, eso le permite aceptar con gusto las
críticas. Y le admiro por ello. Dolores es una amiga entrañable y la quiero, con
ella he reído mucho y aprendido, entre otras cosas, a ser optimista.
En una de esas tardes compartidas Dolores nos platicó sobre una sirvienta que padecía un mal congénito y que
trabajaba con una de sus hijas. La muchacha había nacido con ambos pies
maltrechos. Se trataba pues de lo que en medicina se conoce como “pie equino
varo”. Así que, por extraño que parezca, la mujer cojeaba de ambos pies. Aquella
mujer de andar atropellado era una persona en extremo bondadosa, motivo natural
por el conquistó el cariño de la familia. Ante ésta situación, un amigo de
ellos que era traumatólogo, se ofreció a operar a la muchacha, proponiéndoles
el pago de la cirugía en abonos. En esa ocasión Dolores cuestionó a su hija:
“¿Para qué quieres curarla? ¿Quieres que te lo agradezca toda la vida o quieres
hacerle un bien? Si esperas agradecimiento ¡olvídalo! no le pagues la operación”.
Después de un rato de meditarlo, su hija le contestó: “Quiero que se opere para
hacerle un bien”. De manera que el cirujano le arregló los pies a aquella buena
mujer. Pero después de enderezados los pasos, la sirvienta cambio. Es decir su
actitud se torció; se volvió hombreriega y mal portada. Luego, Dolores se preguntaba asombrada ¿cómo
era posible que aquella persona teniendo los pies descompuestos fuera tan buena
y con los pies enderezados se haya vuelto tan rebelde? A pesar de ello su hija
se quedó satisfecha. Aprendió, gracias a la advertencia de su madre que el
agradecimiento no es algo que se deba esperar. ¿Será que de todos modos no
podemos escapar del destino?, tal vez ésta mujer le correspondía forzosamente
tener algo chueco, aunque fuera el genio. De cualquier manera anduvo en malos
pasos.
Dolores va recogiendo anécdotas y muchas de ellas las convierte en cuentos
como los que ha recopilado en sus libros:
Atardecer brillante, Polvo en el laberinto, Sombras otoñales Ecos del tiempo
y Amaneceres. Su primer libro fue La felicidad es ahora, que es una
novela predominantemente autobiográfica donde narra la vida con el padre de sus
hijos y su separación de él. También escribió las novelas Los socios y Caminos Borrosos.
Con frecuencia hablo con ella por teléfono y me platica sobre sus nuevas
actividades, sus nuevas amigas y de las clases de filosofía que está tomando y
que le han hecho pensar en cosas que antes nunca se le habían ocurrido, a lo
que ella misma se dice muy comprensiva: “Bueno, yo nunca había estudiado
filosofía”. Espero que no pase mucho tiempo en que volvamos a reunirnos
acompañadas de nuestra querida Dolores Díaz Rivera.