Desde
que estalló la guerrilla en Chiapas, el 1 de enero de 1994, deseé conocer
aquella herida de la selva Lacandona. Al evocar esa tierra encontraba una
mezcla de poesía de Jaime Sabines, textos de Rosario Castellanos, un pasamontañas
con su Subcomandante Marcos, una sotana con su obispo Samuel, las orejas, omnipresentes, de
Carlos Salinas y grupos indígenas con rifles de palo. Mucha agua y un lienzo verde
lleno de colores. Tierra generosa, de jade, ámbar, café, chocolate y magia.
Pero, paradójicamente, albergue de mucha pobreza.
Llegué a Chiapas. Me abandoné. Desperté
al máximo los sentidos. Quería guardar muy bien esas vivencias. Una tarde, el
avión aterrizó en el aeropuerto de Chiapa de Corzo a 40 minutos de la capital
Tuxtla Gutiérrez. La primera novedad fue que el taxi no podía llegar hasta
hotel porque la carretera estaba bloqueada por los maestros de la CNTE.
“Tendrán que caminar uno o dos kilómetros y tomar otro taxi”. Decidí que nada
me iba a quitar la actitud zen con la
que viajaba. Dispuesta a arrastrar la maleta bajo el sol, sucedió que no
sucedió: El bloqueo anunciado se había disuelto. “Es la hora de comer de los
maestros”. Al llegar al hotel me convertí en una “Mi vida” y en una “Mi amor”, el
personal de allí nos ponía esos nombres indistintamente. aquello era bueno.
Quisimos comer y buscamos el
restaurante más representativo de la ciudad: “Las Pichanchas”, dijeron. La
entrada principal del lugar estaba ocupada por carpas con maestros dormidos
debajo de ellas. Antes, el chofer del taxi había dicho “Los maestros han hecho
que se cierren muchos comercios. Vean…” Señalaba. Los meseros nos recibieron
con una alegría inusual, continuamos siendo unos “Mi vida” y unos “Mi amor”.
Otra vez vi que eso era bueno, y mejor aún, cuando la marimba acompañó a los
tamales, al cochito y la sopa de chipilín… Al regresar al hotel se oía otra vez
la marimba y unos bailarines se movían de manera grácil con máscaras de hombres
rubios y barbados. Era la danza de Los Parachicos.
El zoológico “Miguel Álvarez del Toro” o ZOOMAT fue la hora de sentir la selva, con
chachalacas y ardillas a cada paso. La guía advirtió sobre el recorrido cuesta
arriba (y luego cuesta abajo) de 2.5 kms.: “Deben tener cuidado los
hipertensos. Me avisan si sienten que les falta el aire o se marean”. Explicó
que oiríamos el rugir del jaguar y el llamado a la hembra del mono saraguato. Estar
allí fue volverse parte del verde. Éramos un grupo de mujeres. La guía
explicaba que el tejón era un ser solitario porque únicamente acudía a la
hembra para aparearse; algunas dijeron que su marido desde ahora se llamaría Tejón.
Qué la zorra tenía hábitos nocturnos y que era trepadora: “Yo conozco varias de
ésas”, alegaban. Luego reírse porque el jaguar era un gatote, el cocodrilo una
lagartijota, la serpiente una lombrizota y así… Eso era la evolución y de acuerdo
a ello concluir que el chango era simplemente un hombrecillo peludo. Así entre grandes
y viejos árboles, de trecho en trecho aparecían leyendas que nos recordaban destrucción
de la naturaleza hecha por el humano.
Hubo
una mañana de paseo por el Cañón del Sumidero en el río Grijalva. Antes de
llegar al lugar donde rentan las lanchas vi un hotel de paso que se llamaba
“Sumidero” (sic). Al embarcar nos entregaron un chaleco salvavidas de color
rojo que olía intensamente a sudor. El consuelo sería que el siguiente que se lo
pusiera le habríamos agregado lo propio.
Las cascadas (en especial la llamada árbol de navidad), la cueva rosa, los
pelicanos, las garzas, los cocodrilos… Todo aquello era bueno hasta que nos
topamos con la basura: grandes montones de botellas de plástico contaminado el
río Grijalva.
Luego,
San Juan Chamula. Bajamos del camión y dos niñas tzotziles nos recibieron
repitiendo: “Después” “Al ratito”. Sólo hablaban su lengua pero imitaban lo que
el turista les decía cada vez que ofrecían sus artesanías. La iglesia católica
del pueblo resultó extraña. Cobraban 20 pesos por entrar y prohibían tomar
videos, fotografías y hablar por teléfono. Había también turistas franceses, italianos
y alemanes. El templo olía a copal al igual que todo el pueblo. Adentro, diez
grupos de oradores hincados. Todos tenían enfrente veladoras prendidas y
gallinas que sacrifican cada determinado tiempo. Fue raro ver a un indígena
dentro (seguramente autoridad) hablando por teléfono celular portando un
llamativo reloj y joyas. El ritual incluía Coca-Cola, a la que le hacían una
"limpia" con la gallina a la que le torcerían el pescuezo. Los extranjeros
mostraban un discreto horror ante eso. Al salir compré postales del interior y desprecié la del Subcomandante
Marcos.
Me falta decir tanto sobre lo que vi y lo que no: los museos, iglesias y la visión de indígenas con
los párpados a medio camino y su mirada de vidrio por el efecto del posh: aguardiente
de poca agua y mucho ardiente.