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Nació en Francisco I. Madero, Dgo. El peor de los pecados es su primer libro de cuentos.Ha recibido el Premio Estatal de Periodismo Cultural “Armando Fuentes Aguirre” en los años 2000 y 2015 y el Premio Estatal de Periodismo de Coahuila, 2016 y 2017. Escribe cuento y ensayo. Es colaboradora regular del periódico El Siglo de Torreón. Su entrevista con Elena Poniatowska fue traducida al griego y publicada en la revista Koralli de Atenas. Ha publicado en diversas revistas nacionales y libros colectivos. Perteneció al taller literario de Saúl Rosales; es médica egresada de la Facultad de Medicina de Torreón, UA de C. y estudió la Maestría en Apreciación y Creación Literaria en Casa Lamm en la Ciudad de México.

sábado, 7 de diciembre de 2013

CRÓNICA CHIAPANECA


Desde que estalló la guerrilla en Chiapas, el 1 de enero de 1994, deseé conocer aquella herida de la selva Lacandona. Al evocar esa tierra encontraba una mezcla de poesía de Jaime Sabines, textos de Rosario Castellanos, un pasamontañas con su Subcomandante Marcos, una sotana con su obispo Samuel, las orejas, omnipresentes, de Carlos Salinas y grupos indígenas con rifles de palo. Mucha agua y un lienzo verde lleno de colores. Tierra generosa, de jade, ámbar, café, chocolate y magia. Pero, paradójicamente, albergue de mucha pobreza.
           Llegué a Chiapas. Me abandoné. Desperté al máximo los sentidos. Quería guardar muy bien esas vivencias. Una tarde, el avión aterrizó en el aeropuerto de Chiapa de Corzo a 40 minutos de la capital Tuxtla Gutiérrez. La primera novedad fue que el taxi no podía llegar hasta hotel porque la carretera estaba bloqueada por los maestros de la CNTE. “Tendrán que caminar uno o dos kilómetros y tomar otro taxi”. Decidí que nada me iba a quitar la actitud zen con la que viajaba. Dispuesta a arrastrar la maleta bajo el sol, sucedió que no sucedió: El bloqueo anunciado se había disuelto. “Es la hora de comer de los maestros”. Al llegar al hotel me convertí en una “Mi vida” y en una “Mi amor”, el personal de allí nos ponía esos nombres indistintamente. aquello era bueno.
         Quisimos comer y buscamos el restaurante más representativo de la ciudad: “Las Pichanchas”, dijeron. La entrada principal del lugar estaba ocupada por carpas con maestros dormidos debajo de ellas. Antes, el chofer del taxi había dicho “Los maestros han hecho que se cierren muchos comercios. Vean…” Señalaba. Los meseros nos recibieron con una alegría inusual, continuamos siendo unos “Mi vida” y unos “Mi amor”. Otra vez vi que eso era bueno, y mejor aún, cuando la marimba acompañó a los tamales, al cochito y la sopa de chipilín… Al regresar al hotel se oía otra vez la marimba y unos bailarines se movían de manera grácil con máscaras de hombres rubios y barbados. Era la danza de Los Parachicos.  
         El zoológico “Miguel Álvarez del Toro” o ZOOMAT fue la hora de sentir la selva, con chachalacas y ardillas a cada paso. La guía advirtió sobre el recorrido cuesta arriba (y luego cuesta abajo) de 2.5 kms.: “Deben tener cuidado los hipertensos. Me avisan si sienten que les falta el aire o se marean”. Explicó que oiríamos el rugir del jaguar y el llamado a la hembra del mono saraguato. Estar allí fue volverse parte del verde. Éramos un grupo de mujeres. La guía explicaba que el tejón era un ser solitario porque únicamente acudía a la hembra para aparearse; algunas dijeron que su marido desde ahora se llamaría Tejón. Qué la zorra tenía hábitos nocturnos y que era trepadora: “Yo conozco varias de ésas”, alegaban. Luego reírse porque el jaguar era un gatote, el cocodrilo una lagartijota, la serpiente una lombrizota y así… Eso era la evolución y de acuerdo a ello concluir que el chango era simplemente un hombrecillo peludo. Así entre grandes y viejos árboles, de trecho en trecho aparecían leyendas que nos recordaban destrucción de la naturaleza hecha por el humano.
         Hubo una mañana de paseo por el Cañón del Sumidero en el río Grijalva. Antes de llegar al lugar donde rentan las lanchas vi un hotel de paso que se llamaba “Sumidero” (sic). Al embarcar nos entregaron un chaleco salvavidas de color rojo que olía intensamente a sudor. El consuelo sería que el siguiente que se lo pusiera le  habríamos agregado lo propio. Las cascadas (en especial la llamada árbol de navidad), la cueva rosa, los pelicanos, las garzas, los cocodrilos… Todo aquello era bueno hasta que nos topamos con la basura: grandes montones de botellas de plástico contaminado el río Grijalva.
         Luego, San Juan Chamula. Bajamos del camión y dos niñas tzotziles nos recibieron repitiendo: “Después” “Al ratito”. Sólo hablaban su lengua pero imitaban lo que el turista les decía cada vez que ofrecían sus artesanías. La iglesia católica del pueblo resultó extraña. Cobraban 20 pesos por entrar y prohibían tomar videos, fotografías y hablar por teléfono. Había también turistas franceses, italianos y alemanes. El templo olía a copal al igual que todo el pueblo. Adentro, diez grupos de oradores hincados. Todos tenían enfrente veladoras prendidas y gallinas que sacrifican cada determinado tiempo. Fue raro ver a un indígena dentro (seguramente autoridad) hablando por teléfono celular portando un llamativo reloj y joyas. El ritual incluía Coca-Cola, a la que le hacían una "limpia" con la gallina a la que le torcerían el pescuezo. Los extranjeros mostraban un discreto horror ante eso. Al salir compré  postales del interior y desprecié la del Subcomandante Marcos.
Me falta decir tanto sobre lo que vi y lo que no: los museos, iglesias y la visión de indígenas con los párpados a medio camino y su mirada de vidrio por el efecto del posh: aguardiente de poca agua y mucho ardiente.