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Nació en Francisco I. Madero, Dgo. El peor de los pecados es su primer libro de cuentos.Ha recibido el Premio Estatal de Periodismo Cultural “Armando Fuentes Aguirre” en los años 2000 y 2015 y el Premio Estatal de Periodismo de Coahuila, 2016 y 2017. Escribe cuento y ensayo. Es colaboradora regular del periódico El Siglo de Torreón. Su entrevista con Elena Poniatowska fue traducida al griego y publicada en la revista Koralli de Atenas. Ha publicado en diversas revistas nacionales y libros colectivos. Perteneció al taller literario de Saúl Rosales; es médica egresada de la Facultad de Medicina de Torreón, UA de C. y estudió la Maestría en Apreciación y Creación Literaria en Casa Lamm en la Ciudad de México.

lunes, 9 de septiembre de 2013

HACERSE VIEJO


Vivir con la suavidad en la que duerme un recién nacido, o con la dulzura de la leche materna, o vivir violentamente desgarrándose las entrañas. Hacerlo lento y caer al vacío mientras se suspira la imposibilidad. Vivir enamorados y obligar a otro a nos ame; volverlo loco. Después buscar a alguien para hacerlo vomitar de dolor y disfrutar de su odio. Sorprender. Vivir primero con el corazón y luego rehacerlo todo con el cerebro. Con un buen cerebro, si acaso se tiene uno de ésos. Entonces, ser maestros de la manipulación, luego, claro está, morir.
Hace unos días me encontraba en una pequeña cafetería de un hospital local. Fui a desayunar en soledad. Pedí un café y dos gorditas, una de deshebrada y otra de picadillo, como se dice aquí, “en maíz”. Mis ojos se habían pegado a la ventana y observaba los diagonales rayos del sol y un verde jardín. Mientras me servían los alimentos, apoyé la cabeza inclinada sobre mi mano derecha en la barbilla. Pensaba en lo difícil que se me habían hecho las últimas semanas debido a la separación de mis dos hijos que se habían ido a estudiar fuera de la ciudad. Sentía que me afectaba incluso para escribir. Una testa negada a abrirse. Un cerebro seco con envejecimiento prematuro. Aunque ni tan prematuro ni tan envejecido. En eso estaba.
A la mesa que se encontraba a mis espaldas, llegaron dos jóvenes mujeres. Nunca las vi, solamente las escuché. Una de ellas hablaba sobre un tema por demás común: una madre metiche y manipuladora. En este caso se trataba de una suegra entrometida. La muchacha comenzó a quejarse de que la mencionada les llamaba por teléfono, no una vez sino varias veces al día, pero que los telefonazos que más le enfurecían a la recién casada, eran los que pretendían saber sobre qué habían comido. Decía la joven que, en el colmo de la imprudencia, frecuentemente la “madre abnegada” llegaba sin avisar a su casa y les traía comida preparada por ella: “Es que mijo está acostumbrado a alimentarse bien, no come cualquier cosa. Le hice las enchiladas qué tanto le gustan. Pobrecito, no quiero que siga malpasándose”. Al parecer eso de que el pimpollo se malpasara era una de las ideas que más le retorcían el hígado a la nuera, “¿qué no ve la vieja todo lo que ha engordado en tres meses de casados?”, ­--Seguía espetando la de la catarsis. “Yo que tú aprovecharía para decirle que, ya que sales cansada del trabajo y no te da tiempo para cocinar, sería mejor que todos los días coman con ella. Ya veras que a la primera semana querrá que se vayan. No seas mensa” –Aconsejaba la amiga. Así siguieron con los “vieja metiche” “qué se compre una vida” “pero qué relación tan enferma la de esa mujer” “lo voy a mandar con un psicólogo para que le diga que se corte el cordón umbilical” “si las cosas siguen así, voy a correrlo y que se vaya con su mamita y su maldita comida”. Después de mucho desahogo oí un silencio y luego, la moqueada. Se fueron. Me dieron ganas de levantarme y decirle: “no es tan grave, hablando se solucionan las cosas”, pero me sentí patética, yo sería todavía más metiche que la suegra. Juro que no tenía intenciones de oír esa historia llego a mis oídos sin querer, desgraciadamente me hizo llegar a una conclusión que les diré unas líneas abajo.
La vida continua y uno intenta conocerse; ser mejor. Pero, como bien dijo no sé quién, “sólo perdiendo lo que tienes, vas a saber quién eres”. Así, el primer día en que mi hijo se instaló en otra ciudad, lo llamé y lo primero que le pregunté fue: “¿qué comiste, mijo?”. Al terminar la frase me invadieron juntos, miedo y escalofrío. Llegué a la terrible conclusión de que la verdadera vejez comienza, no con los olvidos, no con el rechinar de rodillas, no con la caída de todas las protuberancias del cuerpo sino cuando te come la obsesión por saber qué alimentos se zamparon los hijos fuera de casa. No quiero envejecer tan rápido, por eso, jamás he vuelto al interrogatorio culinario. He renunciado a esa manipulación materna tan absurda y dañina.