Recientemente
he terminado de leer La novela, El amante
de Lady Chatterley (1928) último libro del escritor inglés, David Herbert
Richards Lawrence, mejor conocido como D. H. Lawrence (1885-1930). Me he quedado
pasmada por la forma que tiene el autor de crear personajes femeninos. Se trata
de una novela escrita por un narrador omnisciente, ese dios que sabe lo de
dentro y lo de fuera de sus personajes y que igualmente conoce su pasado, presente
y futuro.
Aunque en su tiempo Lawrence fue etiquetado
como un escritor pornográfico, en El
amante de lady Chatterley hace reflexiones de diversos temas como la
revolución industrial, la guerra, las conductas entre las diferentes clases
sociales; predice la evolución de la sociedad y los roles futuros del hombre y la mujer. En el
futuro de Lawrence, que es él que ahora vivimos, vemos a mujeres liberadas, observamos
un tiempo donde la sexualidad y la amistad entre ambos sexos dejan de ser tabú.
Lawrence sentencia a una humanidad que tendrá que convertirse en otra especie,
porque “si seguimos así, todo mundo, intelectuales, artistas, gobierno,
industrias y obreros, terminaran frenéticamente con el último sentimiento
humano (…) la serpiente se devorará a sí misma”.
Sin
embargo, lo más apasionante de la narración es precisamente la pasión que se da
entre Connie (Lady Chatterley) y su amante Oliver Mellors, el guardabosque de
la finca que comparte Lady Chatterley con su esposo, Clifford. Connie se había
casado enamorada de sir Clifford. Él tiene que ir a luchar en la primera guerra
mundial y regresa paralítico. Luego él se convierte en un escritor mediocre que
logra cierto reconocimiento a través de su estatus social. Ella vive un amable sometimiento
hasta que decide no servirle más. Su mismo esposo, al estar imposibilitado para
la sexualidad, le sugiere que tenga un amante pasajero, sólo para que le dé el
heredero que los Chatterley necesitan. Connie, se enamora del padre de su hijo.
Este libro fue publicado primero en
Francia e Italia y 30 años después en Inglaterra, ya que fue prohibido porque
la sociedad inglesa lo consideró vulgar y escandaloso por el tema de los
amantes y porque les lastimaban las descripciones detalladas de las relaciones
sexuales y más aún, de los orgasmos. Vista con ojos actuales, se trata de la
expresión sublime de un hombre y una mujer que se aman y que logran una
verdadera comunión, a pesar de todo lo que los divide.
Los cuadros de los momentos eróticos de
la pareja, en ocasiones se vuelven juegos, en donde “sir John Thomas” y “lady
Jane”, no son anatomías pudendas de los personajes sino dos individuos que
viven pegados al ecuador de los cuerpos de los amantes. Los protagonistas
satélites son voluntariosos, hablan entre sí, se ponen flores, se alegran y se
entristecen.
Esta historia me pareció entrañable. No
obstante, me decepcionó la manera en que termina, ya que el autor deja abierto
el final, aunque sugiere los acontecimientos futuros.
Realmente
me intriga cuando un escritor explora la condición de ser mujer y la plasma de
manera fidedigna. Me ha pasado, especialmente, con el noruego Henrik Ibsen con
su obra de teatro Casa de muñecas
(1879) donde, inicialmente, presenta al prototipo de mujer a la que le dan todo
lo material, pero nada afectivo. A Nora sólo le falta tenerse a sí misma. Poca
cosa. El autor recrea a la esposa perfecta, a la “alondra canora”, a “la
ardillita manirrotita” que se entrega y con la entrega se aniquila. Aunque al
final lo abandona todo e inicia una nueva vida lejos de su esposo e hijos.
Otros
autores que han creado mujeres en sus páginas, como si ellos mismos tuvieran
almas femeninas, son el francés Gustav Flaubert con Madame Bovary (1857) y el ruso León Tolstói con Ana Karenina (1877). Estas dos últimas novelas
tuvieron su propio escandalo al tratarse también del tema de la infidelidad
femenina, al igual que en El amante de
Lady Chatterley. Pero, Emma Bovary
y Ana Karenina deciden suicidarse, mientras que Connie Chatterley aprende a
enfrentar la sociedad y sigue adelante.
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