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Nació en Francisco I. Madero, Dgo. El peor de los pecados es su primer libro de cuentos.Ha recibido el Premio Estatal de Periodismo Cultural “Armando Fuentes Aguirre” en los años 2000 y 2015 y el Premio Estatal de Periodismo de Coahuila, 2016 y 2017. Escribe cuento y ensayo. Es colaboradora regular del periódico El Siglo de Torreón. Su entrevista con Elena Poniatowska fue traducida al griego y publicada en la revista Koralli de Atenas. Ha publicado en diversas revistas nacionales y libros colectivos. Perteneció al taller literario de Saúl Rosales; es médica egresada de la Facultad de Medicina de Torreón, UA de C. y estudió la Maestría en Apreciación y Creación Literaria en Casa Lamm en la Ciudad de México.

lunes, 31 de mayo de 2010

EL IMPULSO DE ESCRIBIR


Hace unas semanas fuimos convocados por Jaime Muñoz: Ivonne Gómez Ledezma, Daniel Maldonado, Daniel Herrera, Miguel Morales, Iván Hernández y yo, para compartir nuestra experiencia sobre por qué escribimos. El siguiente texto es el que leí en el Taller de gráfica “El Chanate”.
Como casi todos, de niña fui grafitera, descubrí que en una pared o en una puerta con un lápiz podía hacer algún garabato que testificara: “Angélica estuvo aquí”. En mi casa infantil alguna vez escribí en la esquina inferior de una puerta de madera la palabra: “pinchi”, así, con i. Aquello era un acto de rebeldía ya que en mi familia las llamadas malas palabras eran un verdadero sacrilegio. Pero Silvia, mi hermana mayor, a quien yo hacía mucho renegar, ampliaba mi vocabulario. Un día le jale el cabello, volteó a verme muy enojada mientras profería algunos pinchi. La palabra me gustó por eso decidí no ir con el chisme a las autoridades correspondientes (para mis papás era más grave decir una “malarrazón” que un estirón de trenza). No sucedió lo mismo un día que, a ella y a mí, nos pusieron a barrer: Silvia se encontró tirada en el piso una canica de las grandes; la lanzó con fuerza y ésta fue a topar con un espejo que, por supuesto, se rompió. Entonces escuché por primera vez en voz de niña un “¡ay, cabrón!”. Esa palabra no me gustó tanto, tal vez por eso en esa ocasión sí fui a delatarla y junto con la noticia del espejo roto agregué la palabra prohibida; era un gran placer poder repetirla sin ser castigada. Mi mamá amenazó a mi hermana con lavarle la boca con jabón. Claro, sentí remordimientos nomás de imaginármela arrojando espuma de fab limón hasta por las orejas.
Como decía, Silvia hacía crecer mi vocabulario de varias formas. Gracias a ella acerqué mis doce años a Hermann Hesse, con El lobo estepario y Bajo la rueda. Igualmente leíamos la novela Mujercitas de Louisa May Alcott donde aparecían cuatro hermanas, y ya que éramos cuatro niñas, nos poníamos a escoger en el dibujo de la portada con la que cada una se identificaba. Recuerdo que una de las protagonistas quería ser escritora y la novela planteaba que ésta no se casaría precisamente por eso, por aspirar a crear literatura. Quizá, inconscientemente, esa fue la razón por la que comencé a escribir tan tarde. Sí, después de varios años de casada, y cuando mis hijos habían alcanzando cierta independencia fue que me dio por expresarme a través de la escritura.
De niña leí otros textos, aunque nunca en orden como los Cuentos de los hermanos Grimm y los Cuentos de Andersen (muchos de estos relatos después los vi en películas de Disney acompañando a mis hijos). En la época de secundaria recuerdo el título de Pregúntale a Alicia. Diario de una joven drogadicta, de autor anónimo. En aquel tiempo no sabía diferenciar entre la buena o mala literatura creo que por eso lo leí. Aunque debo reconocer que todavía, a veces, me equivoco. Igualmente en mi desarrollo me acompañaron otras lecturas pero éstas fueron las más importantes.
Supongo que la tarea de escribir nació como una necesidad primaria de comunicarme y de decir “estuve aquí”, “por aquí pasé” o simplemente para tener la posibilidad de contar mentiras sin ser censurada. También creo que escribo porque los procesos de aprendizaje se esclarecen más en la palabra escrita, así, entiendo mejor la vida o me resigno más fácil a no entenderla. Y aunque no puedo decir exactamente a qué obedece este impulso, tengo claro que las personas a las que nos gusta escribir no podemos ser ingenuas y conformarnos con satisfacer un apetito o una catarsis, sino que tenemos la obligación de pararnos, como diría Newton, en hombros de gigantes para ver más allá, y de esa manera no caer en la autosimpatía y cuidar de no sorprendernos a nosotros mismos.