Aquí, el video de la obra más conocida de Franz Liszt: "Rapsodia húngara no.2" https://www.youtube.com/watch?v=VT2llVyPmHg con dos grandes intérpretes; Tom y Jerry. Enseguida, una pintura entrañable: "Una tarde con Liszt", después una descripción subjetiva de dicha obra
En las primeras páginas del libro Classical composers de Peter Gammond, se encuentra la imagen de una pintura excepcional titulada "Una tarde con Liszt". En 1840 el pintor Josef Danhauser captó con fidelidad una escena que para quien ama el arte, resulta entrañable. La National Gallery de Berlín, en Alemania, alberga esta obra en la que aparecen reunidos importantes artistas del siglo XIX.
En las tardes parisinas, el pianista y compositor húngaro Franz Liszt invitaba a sus amigos a su casa. En el retrato, el autor de las Rapsodias húngaras ofrece a sus acompañantes un recital de piano. Aunque más bien pareciera estar tocando sólo para Beethoven, representado allí en un busto colocado frente a él. La actitud de Liszt parece de veneración: “Yo he recibido el beso de Beethoven”, dijo alguna vez, y era cierto, pues un día el autor de La Quinta Sinfonía fue invitado a escuchar tocar a un niño pianista llamado Franz Liszt. Fue aquella vez que el maestro cabeza de león emocionado besó la frente del pequeño artista (recordemos que Beethoven comenzó a perder la audición en forma progresiva a los 30 años de edad).
A espaldas de Liszt, sentados, vemos al escritor francés Alejandro Dumas, aunque también se cree que podría ser el escritor Alfred De Musset. Dumas es autor de El conde de Monte Cristo, Los tres mosqueteros y Veinte años después. Entonces es verdad que: “no es lo mismo los tres mosqueteros que veinte años después”, no es lo mismo, pero es la continuación escrita sólo un año más tarde. Este mosquetero fue padre de otro narrador del mismo nombre: Alejandro Dumas hijo, autor de La dama de las camelias, novela que se convirtió en ópera gracias a Verdi con La Traviata. Allí se habla de una joven muy hermosa, de muy ligera moral y tuberculosa. Se trata de Margarita Gautier, la que se adornaba con camelias blancas veinticinco días del mes y con camelias rojas los cinco días restantes. En el libro no lo dice, pero seguro que era una manera elegante de prevenir a sus novios: “Que nadie me moleste porque estoy en mis días”.
Sentada también, encontramos a la novelista francesa Aurore Dupin, mejor conocida como George Sand, la mujer que llevaba bien puestos los pantalones –de hecho, la primera que los usó–; amante de Frédéric Chopin (muerto de tuberculosis), de Alejandro Dumas y de Alfred De Musset, entre otros. De allí que surja la duda de quién es el que está cerca de ella en el retrato: De Musset o Dumas. Alfred De Musset fue un escritor francés que murió de sífilis. En medicina es conocido porque lleva su nombre el “Signo de De Musset” que se presenta en personas con sífilis terciaria y que consiste en un movimiento constante de la cabeza, como diciendo sí, y corresponde a una lesión ―insuficiencia― aórtica.
Enseguida vemos a Víctor Hugo, de pie, con libro en mano y mirada perdida; sí, aquél de Los miserables, la novela en la que se conoce a Jean Valjean ―el hombre cuerdo más generoso que he leído―, una obra muy conmovedora. Recordemos: Víctor Hugo envió en 1867 una carta al presidente Benito Juárez donde le solicitaba que no ejecutara a Maximiliano de Habsburgo. El literato escribió en su petición: “…a esos verdugos obedecidos por la muerte, a esos emperadores que con tanta facilidad hacen cortar la cabeza de un hombre, ¡demuéstreles cómo se perdona la cabeza de un emperador! Por encima de todos los códigos monárquicos chorreados de sangre, abra usted la ley de luz, y, a la mitad de la más sagrada de las páginas del libro supremo, que se vea el dedo de la República posarse sobre este mandamiento de Dios: No matarás”. Pero en ese tiempo las cartas tardaban meses en llegar a su destino –lástima, no existía el correo electrónico– y la solicitud llegó después del fusilamiento del esposo de Carlota.
De pie también aparecen dos italianos: el flaco y caprichoso Paganini, quien aparece abrazado por el gordo y operístico Rossini. Niccolo Paganini, el músico que exaltó la individualidad y el exhibicionismo en las interpretaciones. Un gran artista del que decían tenía pacto con el diablo, virtuoso compositor y violinista –también buen guitarrista–. Su aspecto era poco agraciado, tenía cara de pocos dientes y cuerpo hecho de casi puros huesos, no obstante, las mujeres se perdían por él y en él. Su más famosa obra es La Campanella concebida para violín y transcrita por Liszt al piano.
Gioacchino Rossini pasó a la historia como un genio flojo y tragón, un hedonista. Aún así, Rossini escribió en trece días El barbero de Sevilla, una de las óperas más representadas en el mundo: ¡Fígaro, Fígaro, Fígaro…! Curiosamente en esos trece días Rossini no se rasuró. Este goloso compositor era un hombre de asombrosa memoria, a los quince años prometió a una soprano, amiga suya, la partitura de un aria. Para conseguirla acudió al jefe de la compañía, quien también era el tenor principal de esa ópera y le negó la copia, fue entonces con el bibliotecario y la negativa se repitió. Entonces decidió asistir al teatro y de oído transcribió la partitura para piano de la pieza que quería su amiga. El tenor pensó que el bibliotecario lo había traicionado, pero el joven músico desmintió esta hipótesis afirmando que si le dieran oportunidad de ir tres veces a la ópera, copiaría toda la obra.
Por último, sentada en el piso apreciamos a la esposa de Liszt, Maria d’Agoult, quien fuera madre de Cósima, la futura esposa de Wagner –el amargoso y genial músico que sería a su vez yerno de Liszt–. Allí, en la pintura Una tarde con Liszt, encontramos grandes genios reunidos, todos ellos darían mucho de que hablar en su época, y aún después de ella.
En las tardes parisinas, el pianista y compositor húngaro Franz Liszt invitaba a sus amigos a su casa. En el retrato, el autor de las Rapsodias húngaras ofrece a sus acompañantes un recital de piano. Aunque más bien pareciera estar tocando sólo para Beethoven, representado allí en un busto colocado frente a él. La actitud de Liszt parece de veneración: “Yo he recibido el beso de Beethoven”, dijo alguna vez, y era cierto, pues un día el autor de La Quinta Sinfonía fue invitado a escuchar tocar a un niño pianista llamado Franz Liszt. Fue aquella vez que el maestro cabeza de león emocionado besó la frente del pequeño artista (recordemos que Beethoven comenzó a perder la audición en forma progresiva a los 30 años de edad).
A espaldas de Liszt, sentados, vemos al escritor francés Alejandro Dumas, aunque también se cree que podría ser el escritor Alfred De Musset. Dumas es autor de El conde de Monte Cristo, Los tres mosqueteros y Veinte años después. Entonces es verdad que: “no es lo mismo los tres mosqueteros que veinte años después”, no es lo mismo, pero es la continuación escrita sólo un año más tarde. Este mosquetero fue padre de otro narrador del mismo nombre: Alejandro Dumas hijo, autor de La dama de las camelias, novela que se convirtió en ópera gracias a Verdi con La Traviata. Allí se habla de una joven muy hermosa, de muy ligera moral y tuberculosa. Se trata de Margarita Gautier, la que se adornaba con camelias blancas veinticinco días del mes y con camelias rojas los cinco días restantes. En el libro no lo dice, pero seguro que era una manera elegante de prevenir a sus novios: “Que nadie me moleste porque estoy en mis días”.
Sentada también, encontramos a la novelista francesa Aurore Dupin, mejor conocida como George Sand, la mujer que llevaba bien puestos los pantalones –de hecho, la primera que los usó–; amante de Frédéric Chopin (muerto de tuberculosis), de Alejandro Dumas y de Alfred De Musset, entre otros. De allí que surja la duda de quién es el que está cerca de ella en el retrato: De Musset o Dumas. Alfred De Musset fue un escritor francés que murió de sífilis. En medicina es conocido porque lleva su nombre el “Signo de De Musset” que se presenta en personas con sífilis terciaria y que consiste en un movimiento constante de la cabeza, como diciendo sí, y corresponde a una lesión ―insuficiencia― aórtica.
Enseguida vemos a Víctor Hugo, de pie, con libro en mano y mirada perdida; sí, aquél de Los miserables, la novela en la que se conoce a Jean Valjean ―el hombre cuerdo más generoso que he leído―, una obra muy conmovedora. Recordemos: Víctor Hugo envió en 1867 una carta al presidente Benito Juárez donde le solicitaba que no ejecutara a Maximiliano de Habsburgo. El literato escribió en su petición: “…a esos verdugos obedecidos por la muerte, a esos emperadores que con tanta facilidad hacen cortar la cabeza de un hombre, ¡demuéstreles cómo se perdona la cabeza de un emperador! Por encima de todos los códigos monárquicos chorreados de sangre, abra usted la ley de luz, y, a la mitad de la más sagrada de las páginas del libro supremo, que se vea el dedo de la República posarse sobre este mandamiento de Dios: No matarás”. Pero en ese tiempo las cartas tardaban meses en llegar a su destino –lástima, no existía el correo electrónico– y la solicitud llegó después del fusilamiento del esposo de Carlota.
De pie también aparecen dos italianos: el flaco y caprichoso Paganini, quien aparece abrazado por el gordo y operístico Rossini. Niccolo Paganini, el músico que exaltó la individualidad y el exhibicionismo en las interpretaciones. Un gran artista del que decían tenía pacto con el diablo, virtuoso compositor y violinista –también buen guitarrista–. Su aspecto era poco agraciado, tenía cara de pocos dientes y cuerpo hecho de casi puros huesos, no obstante, las mujeres se perdían por él y en él. Su más famosa obra es La Campanella concebida para violín y transcrita por Liszt al piano.
Gioacchino Rossini pasó a la historia como un genio flojo y tragón, un hedonista. Aún así, Rossini escribió en trece días El barbero de Sevilla, una de las óperas más representadas en el mundo: ¡Fígaro, Fígaro, Fígaro…! Curiosamente en esos trece días Rossini no se rasuró. Este goloso compositor era un hombre de asombrosa memoria, a los quince años prometió a una soprano, amiga suya, la partitura de un aria. Para conseguirla acudió al jefe de la compañía, quien también era el tenor principal de esa ópera y le negó la copia, fue entonces con el bibliotecario y la negativa se repitió. Entonces decidió asistir al teatro y de oído transcribió la partitura para piano de la pieza que quería su amiga. El tenor pensó que el bibliotecario lo había traicionado, pero el joven músico desmintió esta hipótesis afirmando que si le dieran oportunidad de ir tres veces a la ópera, copiaría toda la obra.
Por último, sentada en el piso apreciamos a la esposa de Liszt, Maria d’Agoult, quien fuera madre de Cósima, la futura esposa de Wagner –el amargoso y genial músico que sería a su vez yerno de Liszt–. Allí, en la pintura Una tarde con Liszt, encontramos grandes genios reunidos, todos ellos darían mucho de que hablar en su época, y aún después de ella.