Lo he decidido, me someteré a una remodelación cerebral completa. He pasado noches enteras pensando en cómo encontrar un efectivo paquete o programa que ofrezca un económico rediseño neuronal. Y es que ya estoy realmente cansada de ver el gran deterioro cerebral al que estoy sometida a cada paso, a cada imagen. Fue primero en mí que descubrí tal descomposición, pero luego observé varios espejos. Fue el descubrimiento personal lo que me permitió que viera que los otros igualmente van en decadencia. Confieso que la chispa que provocó el incendio fue el día que me di cuenta que yo también había comenzado a ladrar, ¡imagínese! Desde luego no tengo nada en contra del lenguaje perruno, al contrario, cuando son moderados y afables quiero a los perros, no así cuando ladran por todo. Sin embargo, mi afecto hacia ellos no llega a las alturas de querer robarles el lenguaje. Pero sí, admito, con vergüenza, que más de una vez los he imitado. Recuerdo: me contaban no sé qué suceso supuestamente extraordinario, y yo contesté con un ¡guau! ¡Qué vergüenza! Créame, esto ya se está volviendo una epidemia. Lo raro es yo no me contagié de los canes sino de las personas, y, desde luego, de la televisión. Porque hasta en los programas culturales de televisión no falta el sorprendido que se pone a ladrar una y otra vez. Hace unos días, en un noticiero, una mujer indígena hablaba de un parque ecológico de una manera tan elocuente y sabihonda que de momento me llené de un orgullo ajeno, mismo que no duró gran cosa porque se cayó al momento en que aquélla no supo manifestar la gran satisfacción que el proyecto le provocaba más que con repetidos ¡guau!
Porque por sus ladridos los conoceréis, por la repetición de frases tontas, por hablar babosamente en tercer persona de sí mismas, y por los anuncios fallidamente alambicados de Peña Nieto, por los chismes que no pedí, por la envidia que mueve montañas, por todo lo que nos vuelve menos propositivos; por todo ello, busco el paquete económico de remodelación cerebral, uno que evite la carrera a la regresión del animalismo. Busco que no se fortalezca la teoría de la involución que decía Nietzsche: “del hombre al chango” o “del hombre al perro”.
¿Por qué la gente se enorgullece de tener sangre Azteca? Esos salvajes, esos bárbaros. Si pudiera escoger, elegiría a los Mayas. Pero está claro, dicen, nuestra sangre es Azteca: una cabeza; un trofeo. Pero hoy no estoy para elucubraciones históricas, lo único que quiero es dejar de escuchar tanto guau. ¿O qué?, al rato estaremos maullando, graznando, gruñendo o piando. El guau es una tara más que nos contagiaron los gringos, porque de allá viene eso de ladrar; no saben cómo expresar asombro, agrado o aceptación, sino con un ¡wow!, como ellos lo escriben.
¿Alguien sabe cómo hacer para que en mi testa no entre tanta estupidez, o al menos que una vez que la basura esté dentro de la cholla, ésta se pueda desterrar, o descerebrar? Ojalá tuviera un experto en Feng Shui, uno que diga el lugar exacto en que deben ir los espejos para que no me identifique con cualquier idiota. Sí, que me diga en qué sitio se deben colocar las entradas de luz para que en el cerebro ésta sea real y efectiva. Que sugiera dónde colocar el mobiliario hecho sesos, es decir, las imágenes de personas y las actividades; que las coloque de tal manera que dejen espacios amplios para que no se obstruya el movimiento de ideas. Quizá también debería ocupar los servicios de un sicoanalista para que eche de mi coco todo el polvo añejo y que me deje libre de taradeces que me tienen enmantecada en ciertas ideas. Alguien me sugirió la contratación de un motivador profesional, pero lo deseché. Creo que me caen mal por payasos y megalómanos.
Aunque pensándolo bien, y ya que no tengo dinero para contratar a tanto especialista que me rehaga la sesera, lo intentaré sola, con la misma alma de siempre y, por supuesto, sin decir ¡guau!
Porque por sus ladridos los conoceréis, por la repetición de frases tontas, por hablar babosamente en tercer persona de sí mismas, y por los anuncios fallidamente alambicados de Peña Nieto, por los chismes que no pedí, por la envidia que mueve montañas, por todo lo que nos vuelve menos propositivos; por todo ello, busco el paquete económico de remodelación cerebral, uno que evite la carrera a la regresión del animalismo. Busco que no se fortalezca la teoría de la involución que decía Nietzsche: “del hombre al chango” o “del hombre al perro”.
¿Por qué la gente se enorgullece de tener sangre Azteca? Esos salvajes, esos bárbaros. Si pudiera escoger, elegiría a los Mayas. Pero está claro, dicen, nuestra sangre es Azteca: una cabeza; un trofeo. Pero hoy no estoy para elucubraciones históricas, lo único que quiero es dejar de escuchar tanto guau. ¿O qué?, al rato estaremos maullando, graznando, gruñendo o piando. El guau es una tara más que nos contagiaron los gringos, porque de allá viene eso de ladrar; no saben cómo expresar asombro, agrado o aceptación, sino con un ¡wow!, como ellos lo escriben.
¿Alguien sabe cómo hacer para que en mi testa no entre tanta estupidez, o al menos que una vez que la basura esté dentro de la cholla, ésta se pueda desterrar, o descerebrar? Ojalá tuviera un experto en Feng Shui, uno que diga el lugar exacto en que deben ir los espejos para que no me identifique con cualquier idiota. Sí, que me diga en qué sitio se deben colocar las entradas de luz para que en el cerebro ésta sea real y efectiva. Que sugiera dónde colocar el mobiliario hecho sesos, es decir, las imágenes de personas y las actividades; que las coloque de tal manera que dejen espacios amplios para que no se obstruya el movimiento de ideas. Quizá también debería ocupar los servicios de un sicoanalista para que eche de mi coco todo el polvo añejo y que me deje libre de taradeces que me tienen enmantecada en ciertas ideas. Alguien me sugirió la contratación de un motivador profesional, pero lo deseché. Creo que me caen mal por payasos y megalómanos.
Aunque pensándolo bien, y ya que no tengo dinero para contratar a tanto especialista que me rehaga la sesera, lo intentaré sola, con la misma alma de siempre y, por supuesto, sin decir ¡guau!