Si hubiera imaginado el estado caótico en el que
nos reuniríamos, Elena Poniatowska y yo, jamás la hubiera invitado a comer a
ese restaurante. Esta experiencia puso en riesgo nuestra integridad física y
mental.
8 de diciembre de 2016: Después de visitar varias veces a Elena Poniatowska en su casa de Chimalistac,
ciudad de México, creí que era buena idea invitarla a comer a un restaurante. “Está
bien el jueves. Escoge un lugar cercano a mi casa y allí no vemos a las tres.
Dispongo de dos horas porque en la tarde tengo una entrevista que no puedo
eludir”, contestó. Me di a la tarea de buscar un restaurante que fuera su
vecino. La búsqueda de Google ofrecía
varias opciones, pero las más próximas a su domicilio eran: la taquería “El
rincón de la lechuza”, una pizza “Hut” y “Casa Ávila” un restaurante de comida
española. Los tacos me parecieron demasiado informales para la “Princesa Roja”
y la pizza “Hut” aún más. Con terror imaginaba a muchos chiquillos descalzos
corriendo para subirse a los juegos infantiles. Me dolía la cabeza sólo de
pensar en el olor a pies y la gritería que tendríamos que soportar; la comida
española terminó siendo el único lugar posible. Además, porque alguna vez había
probado un lechón de sabor insuperable en una sucursal de este mismo
establecimiento. Me ilusioné creyendo que iba a ser una buena experiencia.
Pero, “nada pasa sin anunciarse” y yo no pude
vislumbrar las señales que advertían que nuestro encuentro iba a ser
desastroso. Entré a Internet a ver los comentarios sobre el lugar donde
comeríamos. Éste tenía cuatro estrellas y media de calificación. Sin embargo,
algo en las opiniones de los comensales me producía cierta desazón: todos
coincidían en que era excelente para ir con la familia; ello significaba ruido
y niños. ¿Niños? Otra vez me volvía el espanto. Además de los elogios al lugar,
el sitio web anunciaba que los jueves
no estaba muy concurrido, por eso ya le había dicho a mi invitada dónde nos
reuniríamos. De todos modos, unas horas antes llamé para reservar, por si
acaso. Me dijeron que sólo tenían una mesa en el área de fumadores. Internet me
había mentido con eso de “poco concurrido”. “No creo que le guste fumar pasivamente”,
pensé. Luego, debo confesar que hice algo por lo que mis escrúpulos se precipitaron
a la baja en la bolsa de valores. Usé mi gran bocaza: “Señorita, es que voy a
ir a comer con Elena Poniatowska y me gustaría una mesa en área de no fumar”.
Pasaron unos segundos de silencio y la muchacha al teléfono me aseguró que ya
había una disponible. Si alguien me hubiera oído ya estaría bautizada como una lady cualquiera. No está bien usar el
nombre de nadie para obtener una mesa, pero después de lo sucedido, la
microhistoria me absolverá.
Saliendo del hotel: A las dos de la
tarde hice la solicitud de un Uber;
éste me indicaba que el viaje duraría 45 minutos. Pero apenas habíamos avanzado
unos cuantos kilómetros, el reloj que indicaba la hora de llegada comenzó a
cambiar de opinión: encontraría mi destino a las 3:15. Así fue aumentando el
tiempo. Comencé a angustiarme por episodios (para mí es muy importante la
puntualidad). Me desestresaba cuando el coche avanzaba y me ponía ansiosa en
los embotellamientos. Cuando dieron las tres y cinco llamé al restaurante y
pregunté si la premio Cervantes ya estaba allí y contestaron que no había
llegado. A las 3:15 marqué a su casa y una señora me dijo que ya había salido,
que la acompañaba Martina (asistente de Dña. Elena), que iban caminando. Bajé
del Uber a las 3:25 y en ese momento,
aparecieron Elenita y Martina muy alegres. Martina se despido deseando que
comiéramos rico y se fue.
Una
joven sonriente nos indicó nuestro lugar. Confieso que eso de hacerme
la lady no había funcionado muy bien:
La mesa estaba justo en la entrada, pegada a una pared donde a un metro de
nuestras cabezas estaban empotrados unos candelabros de fierro negro que
portaban tres velas gordas. Elenita les pregunto que si no tenían algo mejor.
“Es lo único que hay”, dijo la muchacha. Resignadas, nos sentamos. Unos minutos
después, las dos estábamos asustadas y con ganas de salir corriendo del restaurante.
El mesero
nos propuso de entrada unos pulpos a la gallega. De bebida ella pidió agua
mineral y yo una limonada. También se nos antojó un gazpacho. De plato fuerte,
doña Elena ordenó arroz negro con chipirones y yo un filete de huachinango con
vegetales. Teníamos cerca de cinco minutos comiendo cuando oímos un estruendo y
yo sentí un fuerte golpe en mi cabeza; vi sangre en mi mano derecha. Me di
cuenta que mi plato estaba roto y los trozos de pulpo habían volado. Elenita estaba
pálida e inmóvil. Lo primero que pensé era que se trataba de un sismo. Después
ella me confesó: “Creía que nos estaban disparando, pero no entendía por qué
seguía viva”. En seguida nos dimos cuenta que el candelabro de hierro,
empotrado en la pared, se había caído sobre nuestra mesa y una de las velas
gordas me había golpeado la cabeza. A partir de ese momento yo entré en un
estado de confusión. Me dolía la cabeza y el orgullo; me palpaba un chichón en
la región parietal derecha.
Hasta ese momento los comensales no habían visto a
la autora de “La noche de Tlatelolco”; eso cambió con el estruendo: todos
voltearon hacia nosotros y sin ninguna consideración comenzaron a desfilar los
fanáticos de doña Elena, acomodándose para las fotos del Facebook. Todos le
decían lo mucho que la admiraban. Mientras, alguien traía un botiquín y le daba
los primeros auxilios a mi mano, la cual sólo mereció un curita. En cuanto las
personas le dieron un respiro, Elenita, me dijo: “Vamos de aquí a los tacos de
la vuelta”. A nadie le importó si estaba
lastimada; únicamente querían la fotografía con ella.
No salimos de allí. Un señor que comía en
solitario nos ofreció su mesa. Empujadas por el personal y desconcertadas nos
sentamos y volvieron a servirnos la comida. El jefe de meseros nos llevó una
botella de vino tinto de cortesía. Le dijimos que no la queríamos e insistió.
Terminamos tomando una copa de vino cada una. Apenas sí probamos la comida y
después de pagar, salimos del restaurante. “Vamos a la casa, allí seguro hay
chocolates”, me dijo. Me sentía extraña porque al ir caminando por las calles,
sin importar los semáforos, los automovilistas le cedieran el paso a mi
acompañante.
A las cinco de la tarde: Caminamos
sobre un invierno cálido. Al llegar a su casa la esperaban seis jóvenes. “Están
haciendo un documental”, me aseguró.
Entramos a su casa y mientras ellos acomodaban las cámaras. Dña. Elena
le dijo a Martina que nos preparara un té y que nos lo llevara al segundo piso
de su casa. Allí me recosté en una sala donde, a través de un ventanal, se
podían ver los limoneros y las buganvilias de su jardín. Vi un colibrí y como
niña se lo señalé: “Aquí veo muchos pájaros, lo malo es ellos se confunden y
creen que la ventana es continuación del cielo”, contestó. Mientras, su gato
Monsi se paseaba por mi barriga, Váis su hermano lo veía desde lejos. Luego, mi
vejiga reclamó descanso. Elenita me dijo que entrara a su baño, dentro de su
recámara. Esa ha sido la única vez que me he sentado en el trono de una
princesa.
Veinte minutos después: Bajamos a la
planta baja. El periodista Diego Osorno comenzó la entrevista. Se trataba de que
la escritora describiera una fotografía que había tomado Pedro Valtierra en el
año 1989; allí estaban, el dueño de la casa: Iván Restrepo; el entonces
presidente Carlos Salinas de Gortari, Benjamín Wong Castañeda, Elena
Poniatowska, Margo Su, Héctor Aguilar, Carlos Monsiváis, Granados Chapa,
Gabriel García Márquez y León García Soler. El documental se titula “La
muñeca tetona”. El nombre respondía a que en la fotografía también posaba una
muñeca (tetona) de trapo a un lado de García Márquez. La entrevistada recreó los
momentos de una cena con el presidente de México y comentó que por esa foto la
habían acusado de ser “amigüita” (lo dijo así, con diéresis) de Salinas de
Gortari.
Todo ese tiempo me sentí obnubilada, extraña. Al
terminar la entrevista una muchacha me pidió que le diera a firmar unos papeles
a Poniatowska. Allí se asentaba que ella
renunciaba a cualquier derecho sobre la comercialización del documental. Se lo
di y le aclaré: “Se trata de que no cobre nada”. “Nunca cobro”, contestó
mientras firmaba.
A las nueve de la noche: Me despedí con
un abrazo de la Princesa Roja y de Martina. Aletargada, durante el regreso al
hotel, veía el correr de las luces, los coches y la gente. No podía ver las
imágenes con claridad, lo único que recuerdo es un anuncio de neón que me hizo
sonreír: “Gilipollos”; claro, vendían pollos. Llegué al hotel a las diez. Después, me quedé dormida durante nueve horas
seguidas.
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