Leerlo en El Siglo de Torreón
Querida Olga:
Perdona
que sea hasta ahora cuando hago caso a tu insistencia de que te llamara Olga y
te hablara de tú, así, sin complementos. Como si no fueras única desde tu
historia, desde tu apellido “de Juambelz y Horcasitas”; como si tu presencia no
se impusiera ante los otros, como si tu nombre no significara “aquella
que es invulnerable" o "aquella que es inmortal". Te obedezco
ahora cuando comienzo a escribir esta carta, un día después de tu partida. Por
fin pude liberarme de la tiranía de ese atavismo.
Hace 16 años acudí a ti, yo vivía días
de confusión y tristeza, fue entonces que me abriste las páginas de tu
periódico y eso me sanó. Quizá no supiste lo importante que eras para mí; trasformaste
la percepción que tenía de mí misma. Valorabas mi capacidad mejor que yo, alentándome
con un: “tú puedes hacer esto, tú puedes hacer aquello, no permitas que… Escribe
un libro, yo te lo publicó”. Y así fue.Exactamente
un mes antes de tu partida había pasado la tarde contigo y te hice una pregunta
a propósito de que yo percibía tu mirada, a veces azul, a veces verde, a veces
color miel… te pregunté sobre cuál era el verdadero color de tus ojos y
contestaste: “De todos los colores, a veces hasta rojos”, y te reíste. Cada vez
que te visitaba llevaba una lap top
conmigo, para que oyéramos música y viéramos videos, porque hay alegrías que
nunca nos abandonan y la música es una de ellas. Sabiendo tus aficiones veíamos
videos de ballet, escuchábamos valses y especialmente te veía contenta con los
boleros, una vez cantaste quedito, eso de “Me importas tú y tú y solamente tú”,
de la canción “Piel canela” con Los Panchos. Otra ocasión se me ocurrió llevar
un libro de Jaime Sabines, en ese tiempo estábamos armando la selección de los
textos para tu libro Más allá de una
mirada, y allí había un artículo sobre Sabines, por eso me tomé la libertad
de leerte el poema “Los amorosos”; iba a la mitad de los versos, cuando me
interrumpiste para decirme: “creo que me aburre, repite mucho”. Entonces me di
cuenta que la contaminación de la publicidad ya no te afectaba, que tu criterio
era más puro y espontáneo. Luego, gracias a ti pude apreciar que era cierto, el
chiapaneco era muy repetitivo. Sabines no es Borges. Sabines es un instante,
Borges es la eternidad.
Las
últimas veces que te visité, al despedirme te aseguraba que pronto regresaría:
“Ya no voy a estar”, me decías. No pude vislumbrar la cercanía de tu muerte. Escribo
muerte y me parece una palabra
inexacta para decir que dejaste este mundo: te fuiste poco a poco y nunca nos
abandonaras del todo. Tu cuerpo se fue de manera pausada, sin grandes sobresaltos.
Seguramente, amando como amabas a tu familia, no querías mortificar demasiado a
tus hijos y a tus nietos… A pesar de todo, la muerte no fue injusta contigo
porque después de una intensa y larga vida, tu descanso era justo.
No solo quedaran los recuerdos, vivirás
en lo que dejaste, quedará la revista Siglo
Nuevo, que con tanta pasión fundaste, y la permanencia de El Siglo de Torreón, gracias a que
persuadiste a tu padre, don Antonio, de que no lo vendiera. En mi memoria quedara
tu imagen: regia, hermosa, inteligente... Te recordaré platicando sobre lo
impresionada que estabas de tu viaje a las islas Galápagos, sobre tus
peripecias juveniles: tu afición por la natación o por la danza clásica, misma
que dejaste porque te dijeron que eras demasiado alta para eso. Te recordaré feminista,
sí, pero desde la concepción de la diferencia entre el hombre y la mujer, no desde
la igualdad. El feminismo visto desde tus elegantes ojos. Por eso entendí la
razón de que tu columna “Por Pasillos de Palacio” firmada con el seudónimo de
la “Güera Rodríguez”, fuera tan exitosa, porque allí escribías desde la convicción
de la mujer que lucha para lograr la verdadera emancipación. En ese espacio de domingo
disparaste todas tus armas contra el machismo.
Una semana después de que te vi por
última vez, viajé a la ciudad de México, allá visité a Elena Poniatowska, quien
siempre preguntaba: “¿Cómo está Olga?”, esa vez recordé cuando me platicaste
que le habías regalado una, muy buena, crema facial y que Dña. Elena se la
untaba en los pies. Se lo conté a ella y sonriente me contestó: “No lo recuerdo,
pero seguro que así pasó. Los pies también importan”. Me gustaba reunirlas
conmigo en las pláticas que he tenido con ambas por separado.
Guardaré con cariño tus consejos, tus comentarios
sobre mis textos, recontaré las veces que compartimos el vino y la mesa, pero
sobre todo, las tardes que tuve oportunidad de visitarte en tu casa. Fui muy
afortunada al conocerte.
En
estas líneas para ti, traigo un párrafo de tu texto “Seis décadas de una mujer”
que está contenido en tu libro Más allá
de una mirada: “En el mar del tiempo soy una roca golpeada por olas siempre
nuevas. Una roca que no se mueve ni se desgasta. Y repentinamente la marea me
arrastra; me arrastrará hasta que me hunda en la muerte. Mi vida se precipita y
no obstante este momento transcurre con lentitud, hora a hora, minuto a minuto
(…) ‘Es dura la tarea de morir cuando, a pesar de todo, se ama tanto la vida´”.
Me
despido con un largo abrazo y un hasta luego.
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