Un miércoles, a las 2 de la tarde y con 40 grados
centígrados, llegamos a Mérida, Yucatán. Cerca de donde algunos científicos
consideran que hace 65 millones de años cayó un meteorito que permitió que la
tierra se reseteara. Llegamos al lugar de los mayas y sus imponentes pirámides.
Yucatán, estado de pueblos mágicos; de la ceiba y el henequén; de la jarana y
la vaquería; de la cochinita pibil, el
poc-chuc, el chimole, los papadzules, el relleno
negro, la sopa de lima, el chile habanero y el dulce de papaya. Pasear por esta
tierra fue como estar en paz con todo. Aunque, en este viaje hubo momentos en
que la paz no estaba conmigo.
Una de esas
noches yucatecas, oí a un grupo de niños que cantaban en lengua maya canciones
que yo no entendía, pero que podía sentir. Ellos eran pequeños y con gracia. Bailaban
un poco de jarana y gritaban: “¡Bomba!: Un yucateco de una iglesia se cayó y ni
un hueso se rompió, porque él, de cabeza cayó”. Caminé las calles del centro
histórico, vi sus iglesias del siglo XXVI y XXVII. Buscaba los motivos de los
conquistadores entre aquellas construcciones de gruesos muros, tan gruesos como
de metro y medio. “Iglesias católicas hechas de las piedras de pirámides
destruidas”, así lo decía un meridano y señalaba los símbolos mayas inscritos
en algunas losas que forman parte de las construcciones. En el templo de la
virgen del Carmen, se exhibían grandes cuadros que representaban la vida de
Cristo: de niño, en el juicio (cuando Poncio Pilatos se lava las manos) en el viacrucis y la resurrección. Éstas son
obras muy emotivas.
Un
día fuimos a Celestún. Una lancha nos llevaba por un río limpio y apacible. Vi
manglares y sólo algunos flamencos. Pocos flamencos porque: “no es época de que
estén aquí. Ahora están incubando”, dijo el conductor. Mientras la lancha
avanzaba, veía garzas, pelícanos, águilas, patos… Había unas pozas azules donde
las personas podían nadar. Después fuimos al mar, a ese mar azul turquesa.
Un
día más, la naturaleza me dio un pequeño revés. Fui atacada por un dolor de
cabeza que no cedió a los analgésicos y trasformó mi ánimo. Aun así, subí al
camión turístico. Un hombre nos guiaba hacía las pirámides de Uxmal. Yo lo escuchaba
aturdida por la cefalea que me amargaba, por eso cuando él decía cosas como: “Dicen
que…”, “se cree…”, “tal vez…” yo renegaba para mis adentros. “Bah, ¿y la
historiografía? ¿Y los datos duros”. Yo respondía muda a sus enseñanzas: “Este
es la montaña más grande que tenemos por el momento”. A lo que yo respondía: “¿Hasta
el momento?, quizá por la tarde nazca otra.” El hombre prevenía: “En Yucatán,
la comida es muy condimentada y con frecuencia hace muchos estragos”. En mi
estado semiconsciente agregaba: “Sí, condimentada con salmonella. Ya supimos de
varios casos de diarrea”. Después dijo que las pirámides tenían más de mil
quinientos años y que estaba comprobado por pruebas de carbono 14”. A pesar de
que: “El carbono 14 sólo se realiza en materia orgánica, no en piedras”. Después
nos dijo que tuviéramos a la mano identificación porque las personas “normales”
pagaban menos que los extranjeros, “¿los extranjeros eran anormales?”. Sin
dolor de cabeza todo esto me hubiera parecido gracioso, pero... Alguien le
preguntó en francés no sé qué cosa, a lo que él respondió en ese idioma y dijo
que también hablaba alemán. Con eso me aplacó, un poco. Subí a la pirámide
permitida casi ahogándome, con la decepción de que a mi condición física la
tenía sobrevalorada. Esa vez, después de comer regresamos al espectáculo de luz
y sonido en las pirámides, algo muy emotivo a pesar de mi condición de testa
adolorida. Se oían pájaros pero también el chillido de murciélagos que sobrevolaban
la planicie entre las pirámides. Yo pensé: “No me vayan a contagiar la rabia”.
Aunque rabia yo ya tenía. Luego la cefalea desapareció y me permitió disfrutar
el resto del viaje. Fue una gran experiencia pisar tierras mayas. El domingo
por la noche, de regreso a Torreón me sorprendió que la primavera siguiera
fresca.