Con
frecuencia me sorprende la avalancha de anuncios sexuales a los que estamos
expuestos. Pareciera que, para muchos, las relaciones sexuales fueran algo que
está de moda. Olvidan que, aunque existen seres vivos que se reproducen
asexualmente, y a pesar de la clonación y la probeta, casi todos somos producto
de un acto sexual entre un hombre y una mujer. Desde luego, la finalidad de
tanta alharaca erótica nada tiene que ver con la reproducción animal sino con
los usos recreacionales del apareamiento.
Viajamos
al DF, todos. Dos hijos y dos papás. Los cuatro subimos a un pequeño taxi y nos
compactamos como pudimos. Antes, el chofer había abierto la cajuela para
guardar lo comprado. Nos mostró un fastidio reflejado en la boca y la nariz.
Quizá ese era el momento de buscar otro vehículo. Pero estábamos muy cansados.
No dijimos nada. Enfilamos a la dirección predicha. El chofer prendió el radio
y oímos un programa donde alguien llamaba a una especie de “línea caliente”. A
nuestros oídos entraba la voz de una mujer que fingía tener sexo. Ya saben, la
poca creatividad de estos casos: “Te cumpliré todas tus fantasías. Papito… y demás
frases y gemidos asociados al placer libidinoso. Lo mismo de siempre. Así
estuvo durante un rato hasta que ella pareció alcanzar la cumbre del Everest. El
caso es que iba con mi familia y allí se respiraban aires un tanto incomodos. A
pesar de que todos, en ese apretujadero, éramos adultos, y, supongo, de mente
abierta. Aun así, pensé en decirle al taxista “porno”, que apagará a esa señora
pujona, falsamente ronca y melosa. Estuve imaginando la exigencia que le haría
al chofer: enojada, indignada, amable, muy amable, indiferente… En fin, de
todas las formas posibles. Pero yo estaba agotada y sentía que aquel descarado me
iba a responder violentamente. Dijéraselo como se lo dijera. ¿Qué tal que nos
baja del coche y se queda con nuestras cosas, y si nos asalta? “No hay que
juzgar a las personas por su apariencia”, recordé eso. La verdad, el hombre
tenía una pinta de maleante que en momentos me asustaba. Tal vez no era dañino,
pero lo parecía. Opté por hacer mutis. Igual
que los demás. Mientras, mi hija volteaba a verme alzando unas cejas que me
decían: “¿Qué pasa, mamá?”, respondí con el mismo gesto. En mi imaginación seguí
reclamadora hasta que llegamos a donde teníamos que llegar. Nada sucedió.
La
situación anterior me hizo recordar aquella frase de Aldos Huxley de su novela Un mundo feliz, que dice “A medida que
la libertad política y económica disminuye, la libertad sexual tiende, en
compensación, a aumentar.” Es verdad, ahora hay más libertad sexual y más
acceso a la pornografía. En la ternura de mi despertar hormonal, sabía que mis
contemporáneos mandaban a la revisteria, al más avejentado de sus amigos
adolescentes para que comprara “literatura de una sola mano”. Sí, se cooperaban
entre varios y hojeaban el Pimienta o
el Penthouse o no sé cuáles otras.
Antes se compraba esa fantasía y los jóvenes experimentaban cierta culpa y la
sensación de estar haciendo algo inmoral o ilegal, ahora ese recato se perdió;
la pornografía se encuentra sin costo en Internet y en cualquier lado. Ojalá, Huxley,
tuviera razón cuando escribe: “En colaboración con la libertad de soñar despiertos
bajo la influencia de los narcóticos, del cine y de la radio, la libertad
sexual ayudará a reconciliar a sus súbditos con la servidumbre que es su destino.”
Ojalá que todos nos reconciliáramos, pero, como veo el panorama… soy pesimista.
Considero
que tanta publicidad sexual da origen a otras manifestaciones perversas que han
dañado mucho a nuestra sociedad, y esto se ha reflejado principalmente en la
trata de personas. Son excesivos los estímulos para las hormonas sexuales,
porque además, los viejos que carecen de estas hormonas, las compran en la
farmacia para satisfacer sus deseos sexuales.
La
pornografía no me asusta, no obstante, para mí, es una resonancia interminable
de egos frustrados. Claro, respeto toda expresión erótica, siempre y cuando se
trate de adultos libres y conscientes a los que no se les imponga nada.