Una pulga no puede picar a una locomotora,
pero puede llenar de ronchas al maquinista.Libertad (Quino)
Una tibia tarde azul, una pulga decidió esperar a su familia dentro del coche estacionado en un centro comercial. —Yo aquí me quedo a leer mientras ustedes hacen sus compras —, les dijo. Tranquila, la pulga abrió su libro y allí le saltó la frase: “Soy el joven más raro del que jamás se haya oído hablar. Mi madre una judía y mi padre un pájaro”. ¿Mi padre un pájaro?, ¿ésas serían las razones por las que la publicación del Ulises de Joyce se prohibió por tanto tiempo? ¿Cristo, un joven raro?, hijo de un pájaro, de una paloma; del Espíritu Santo. Un ave como las que en ese momento la pulga veía que se acurrucaban en las lámparas del estacionamiento. Ésas, que intempestivamente volaron confundidas cuando igualmente el insecto dentro del coche se desconcertó: se oían muchos disparos. El bicho se enconchó miedoso. Aquel artrópodo en su condición de gorgojo no pudo precisar a cuántos metros de distancia estaba la refriega. Con sus antenas se comunicó con su familia. Ellos también estaban aterrorizados; decían que dentro de la tienda había pulgas saltando de un lado a otro, unas lloraban, otras abrazaban a sus pulguitas. Las puertas cerradas. El pavor se respiraba. La búsqueda de quién sabe quién, hecha por uniformados, después de minutos terminó. Las puertas se abrieron.
Camino a casa el tiempo parecía revuelto, los policías eran velocidad y la luz había disminuido por el polvo removido. Mientras, la pulga reflexionaba sobre lo terrible que resultaba que no se legalizaran todos los insecticidas. Recordó que ya había muchos de éstos legales y los dueños de los consorcios eran individuos respetados, con sus fábricas y sus expendios. “Mueren miles por consumo legal y aún así la sangre derramada es menor”. Pero, ¿qué puede hacer una miserable pulga ante una problemática tan grande? Así recordó la frase de Quino, el caricaturista de Mafalda, quien en boca de la pequeña Libertad puso la frase: “Una pulga no puede picar a una locomotora, pero puede llenar de ronchas al maquinista”. No obstante, qué difícil sería llegar a él para enroncharlo y presionarlo; que se comprometiera a llevar por buen camino a la locomotora envenenada que está provocando tantas desgracias.
La muy optimista creyó que uniéndose a otras pulgas lograrían llegar al maquinista. Se organizó. Sólo poseían sus bocas para sacar ronchas. Hubo muchas que le decían que subir hasta donde estaba el conductor era imposible: “De un manazo te aplastan y ni quién te haga justicia” y “se sabe de muchos piojos resucitados pero nunca de una pulga”. La pulga las animaba: “No, no vamos a sacarle ronchas de inmediato al chofer. Primero comenzaremos con tareas ordinarias: ensayaremos diciéndole al señor dueño del gas que no obligue a sus empleados a vender el “raspagana” porque nos enoja. Vamos a invitar al del supermercado que deje de ofrecernos “tiempoaire”, que mejor venda “tiempotierra” o “tiempoagua”, que hace más falta y le pediremos al encargado de las luces de noche que no las encienda de día y al de los semáforos que los sincronice. Solicitaremos remedios de sentido común, nada que requiera dinero o inteligencia.
“Compañeras pulgas, nuestro objetivo final es llegar al maquinista, sacarle comezón y exigirle que legalice todos los insecticidas que son la causa de tanta matanza. Y que esos señores, vueltos honorables, paguen impuestos”, hablaba la inocente pulguita. Todos sabían que aquello era una utopía. Sin embargo, y a pesar de todos los riesgos, un día, la gran masa pulgosa logró escalar la locomotora. Iban ilusionadas con enronchar al operario para exigirle la paz. Pero, mayúscula fue su decepción ya que apenas subían a las piernas del conductor, los bichillos iban cayendo en cascada. Las pobres no se dieron cuenta que el chofer de la locomotora traía puesto un gran collar antipulgas. Todo resultó ser sólo un circo de pulgas, en donde, sabemos, las pulgas no sacan ronchas, es más, ni siquiera se ven. lopgan@yahoo.com
pero puede llenar de ronchas al maquinista.Libertad (Quino)
Una tibia tarde azul, una pulga decidió esperar a su familia dentro del coche estacionado en un centro comercial. —Yo aquí me quedo a leer mientras ustedes hacen sus compras —, les dijo. Tranquila, la pulga abrió su libro y allí le saltó la frase: “Soy el joven más raro del que jamás se haya oído hablar. Mi madre una judía y mi padre un pájaro”. ¿Mi padre un pájaro?, ¿ésas serían las razones por las que la publicación del Ulises de Joyce se prohibió por tanto tiempo? ¿Cristo, un joven raro?, hijo de un pájaro, de una paloma; del Espíritu Santo. Un ave como las que en ese momento la pulga veía que se acurrucaban en las lámparas del estacionamiento. Ésas, que intempestivamente volaron confundidas cuando igualmente el insecto dentro del coche se desconcertó: se oían muchos disparos. El bicho se enconchó miedoso. Aquel artrópodo en su condición de gorgojo no pudo precisar a cuántos metros de distancia estaba la refriega. Con sus antenas se comunicó con su familia. Ellos también estaban aterrorizados; decían que dentro de la tienda había pulgas saltando de un lado a otro, unas lloraban, otras abrazaban a sus pulguitas. Las puertas cerradas. El pavor se respiraba. La búsqueda de quién sabe quién, hecha por uniformados, después de minutos terminó. Las puertas se abrieron.
Camino a casa el tiempo parecía revuelto, los policías eran velocidad y la luz había disminuido por el polvo removido. Mientras, la pulga reflexionaba sobre lo terrible que resultaba que no se legalizaran todos los insecticidas. Recordó que ya había muchos de éstos legales y los dueños de los consorcios eran individuos respetados, con sus fábricas y sus expendios. “Mueren miles por consumo legal y aún así la sangre derramada es menor”. Pero, ¿qué puede hacer una miserable pulga ante una problemática tan grande? Así recordó la frase de Quino, el caricaturista de Mafalda, quien en boca de la pequeña Libertad puso la frase: “Una pulga no puede picar a una locomotora, pero puede llenar de ronchas al maquinista”. No obstante, qué difícil sería llegar a él para enroncharlo y presionarlo; que se comprometiera a llevar por buen camino a la locomotora envenenada que está provocando tantas desgracias.
La muy optimista creyó que uniéndose a otras pulgas lograrían llegar al maquinista. Se organizó. Sólo poseían sus bocas para sacar ronchas. Hubo muchas que le decían que subir hasta donde estaba el conductor era imposible: “De un manazo te aplastan y ni quién te haga justicia” y “se sabe de muchos piojos resucitados pero nunca de una pulga”. La pulga las animaba: “No, no vamos a sacarle ronchas de inmediato al chofer. Primero comenzaremos con tareas ordinarias: ensayaremos diciéndole al señor dueño del gas que no obligue a sus empleados a vender el “raspagana” porque nos enoja. Vamos a invitar al del supermercado que deje de ofrecernos “tiempoaire”, que mejor venda “tiempotierra” o “tiempoagua”, que hace más falta y le pediremos al encargado de las luces de noche que no las encienda de día y al de los semáforos que los sincronice. Solicitaremos remedios de sentido común, nada que requiera dinero o inteligencia.
“Compañeras pulgas, nuestro objetivo final es llegar al maquinista, sacarle comezón y exigirle que legalice todos los insecticidas que son la causa de tanta matanza. Y que esos señores, vueltos honorables, paguen impuestos”, hablaba la inocente pulguita. Todos sabían que aquello era una utopía. Sin embargo, y a pesar de todos los riesgos, un día, la gran masa pulgosa logró escalar la locomotora. Iban ilusionadas con enronchar al operario para exigirle la paz. Pero, mayúscula fue su decepción ya que apenas subían a las piernas del conductor, los bichillos iban cayendo en cascada. Las pobres no se dieron cuenta que el chofer de la locomotora traía puesto un gran collar antipulgas. Todo resultó ser sólo un circo de pulgas, en donde, sabemos, las pulgas no sacan ronchas, es más, ni siquiera se ven. lopgan@yahoo.com