Desde siempre se han oído historias, verdaderas o falsas, de algún indigente que fingía ser pobre y que al morir se descubrió que era rico. O las quejas de un cliente bancario que tiene que esperar a que atiendan a un señor con muestras de no haberse bañado en semanas, con una caja de galletas Marías que en realidad está llena de monedas y que en ocasiones, según versión de la cajera del banco, tal dinero suma hasta quinientos pesos correspondientes a una jornada limosnera en un crucero. Ser limosnero sí paga. Desde luego en esto de vivir de la caridad hay diferencias entre uno y otro pedigüeño.
Recuerdo, cuando era estudiante de medicina, a quien llamábamos simplemente Beto; una persona con cierta discapacidad mental que ha vivido alrededor de 30 años entre el Hospital Universitario y la Facultad de Medicina de Torreón. Él come de lo que le dan en el comedor del hospital o de lo que le regalan los alumnos, y viste la ropa que le ceden los doctores. Las bromas que se le hacen van desde decirle: “¿Beto, a qué horas entras a la cirugía?” hasta cuestionarle su sexualidad.; él responde casi siempre ecolálicamente, aunque a veces se defiende muy bien. Sé que los alumnos siguen bromeando con él de la misma manera que se hacía tres décadas atrás. Beto es parte de la memoria estudiantil de muchos médicos, es diabético y casi ciego, pero aun así realiza mandados para ganarse algunos pesos. Pero a pesar de que vive de lo que los demás le dan, a él nadie lo considera pordiosero.
Hace algunos meses leí la noticia de la muerte, por atropellamiento, del señor que pedía limosna en el bulevar Independencia (muy cerca de Cimaco Cuatro Caminos). Recordé su forma grosera de exigir la ayuda económica; acostumbraba siempre golpear la ventanilla de los coches, y si se le daba dinero correspondía con un: “Dios lo bendiga”; al contrario, si se le decía que no traía dinero, murmuraba enojado, por lo que uno tenía la certeza de que había sido blanco de una maldición. Y así continuó en su trabajo de pedir limosna por muchos años. También recuerdo a una señora que anda, desde hace más de 20 años, por todos los centros comerciales, Alameda y camiones pidiendo para un hijo “que está internado en el Hospital Infantil Universitario”, aunque seguramente tal “niño” es quizá, en estos tiempos, padre de varios. Lo característico de ella es que se ve limpia y siempre trae medias opacas color beige.
Y qué decir del sordomudo, que no es ni sordo ni mudo. Un hombre de alrededor de 35 años que, fingiendo mudez, entrega un recado donde pide que se le ayude económicamente. Una mañana le regalé algunas monedas, luego, más tarde, me lo encontré en la calle y le expliqué que en la mañana ya le había dado, a lo que respondió molesto con un chistar de dientes. Esa reacción no me pareció la de un sordomudo e igualmente pensé que ser sordomudo no era motivo para demandar limosna, porque ello no impide hacer muchos trabajos. Después alguien me aseguró haberlo visto gritandoles a sus hijos en la Soriana.
Estoy segura de que habrá personas a las que en un momento de desesperación no les quede otro recurso que la mendicidad, pero hay otras que lo convierten en una profesión. Hay quienes llegan a enmicar alguna receta que les dan en el Hospital Universitario para que no se les maltrate y les dure mucho tiempo para solicitar dinero para “surtir los medicamentos”, o los padres que usan a sus hijos para provocar compasión o quienes utilizan a algún familiar discapacitado para explotarlo. Todo ello es reprobable.
Hace algunos días vi a un señor que, desde antes de que saliera el sol, andaba por las calles en un triciclo que mueve con unos pedales que maneja con sus manos, ya que sus piernas están paralíticas, se adelanta al camión de la basura y recolecta cartón y latas de refresco, y así se gana la vida. Él es un ejemplo de dignidad y lucha, pues podría escudarse en su discapacidad y simplemente estirar la mano, pero prefiere esforzarse desde la madrugada.
Recuerdo, cuando era estudiante de medicina, a quien llamábamos simplemente Beto; una persona con cierta discapacidad mental que ha vivido alrededor de 30 años entre el Hospital Universitario y la Facultad de Medicina de Torreón. Él come de lo que le dan en el comedor del hospital o de lo que le regalan los alumnos, y viste la ropa que le ceden los doctores. Las bromas que se le hacen van desde decirle: “¿Beto, a qué horas entras a la cirugía?” hasta cuestionarle su sexualidad.; él responde casi siempre ecolálicamente, aunque a veces se defiende muy bien. Sé que los alumnos siguen bromeando con él de la misma manera que se hacía tres décadas atrás. Beto es parte de la memoria estudiantil de muchos médicos, es diabético y casi ciego, pero aun así realiza mandados para ganarse algunos pesos. Pero a pesar de que vive de lo que los demás le dan, a él nadie lo considera pordiosero.
Hace algunos meses leí la noticia de la muerte, por atropellamiento, del señor que pedía limosna en el bulevar Independencia (muy cerca de Cimaco Cuatro Caminos). Recordé su forma grosera de exigir la ayuda económica; acostumbraba siempre golpear la ventanilla de los coches, y si se le daba dinero correspondía con un: “Dios lo bendiga”; al contrario, si se le decía que no traía dinero, murmuraba enojado, por lo que uno tenía la certeza de que había sido blanco de una maldición. Y así continuó en su trabajo de pedir limosna por muchos años. También recuerdo a una señora que anda, desde hace más de 20 años, por todos los centros comerciales, Alameda y camiones pidiendo para un hijo “que está internado en el Hospital Infantil Universitario”, aunque seguramente tal “niño” es quizá, en estos tiempos, padre de varios. Lo característico de ella es que se ve limpia y siempre trae medias opacas color beige.
Y qué decir del sordomudo, que no es ni sordo ni mudo. Un hombre de alrededor de 35 años que, fingiendo mudez, entrega un recado donde pide que se le ayude económicamente. Una mañana le regalé algunas monedas, luego, más tarde, me lo encontré en la calle y le expliqué que en la mañana ya le había dado, a lo que respondió molesto con un chistar de dientes. Esa reacción no me pareció la de un sordomudo e igualmente pensé que ser sordomudo no era motivo para demandar limosna, porque ello no impide hacer muchos trabajos. Después alguien me aseguró haberlo visto gritandoles a sus hijos en la Soriana.
Estoy segura de que habrá personas a las que en un momento de desesperación no les quede otro recurso que la mendicidad, pero hay otras que lo convierten en una profesión. Hay quienes llegan a enmicar alguna receta que les dan en el Hospital Universitario para que no se les maltrate y les dure mucho tiempo para solicitar dinero para “surtir los medicamentos”, o los padres que usan a sus hijos para provocar compasión o quienes utilizan a algún familiar discapacitado para explotarlo. Todo ello es reprobable.
Hace algunos días vi a un señor que, desde antes de que saliera el sol, andaba por las calles en un triciclo que mueve con unos pedales que maneja con sus manos, ya que sus piernas están paralíticas, se adelanta al camión de la basura y recolecta cartón y latas de refresco, y así se gana la vida. Él es un ejemplo de dignidad y lucha, pues podría escudarse en su discapacidad y simplemente estirar la mano, pero prefiere esforzarse desde la madrugada.