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Nació en Francisco I. Madero, Dgo. El peor de los pecados es su primer libro de cuentos.Ha recibido el Premio Estatal de Periodismo Cultural “Armando Fuentes Aguirre” en los años 2000 y 2015 y el Premio Estatal de Periodismo de Coahuila, 2016 y 2017. Escribe cuento y ensayo. Es colaboradora regular del periódico El Siglo de Torreón. Su entrevista con Elena Poniatowska fue traducida al griego y publicada en la revista Koralli de Atenas. Ha publicado en diversas revistas nacionales y libros colectivos. Perteneció al taller literario de Saúl Rosales; es médica egresada de la Facultad de Medicina de Torreón, UA de C. y estudió la Maestría en Apreciación y Creación Literaria en Casa Lamm en la Ciudad de México.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Domingo de 5 kilómetros


En Torreón, además del maratón Lala, casi cada domingo hay competencias para correr 5, 10 ó 21 kilómetros. Hace algunas semanas se realizó una carrera de 5 kms. organizada por la Cruz Roja, a la que nombraron “Corre por ayudar”. Eduardo, mi esposo, quien participa frecuentemente en dichas competencias, me animó a tomar parte de ésta. Acepté a pesar de que desde hace un año preferí ejercitarme con caminata, misma que, aunque sea rápida, evita lesiones. Así, cinco días a la semana recorro 8 kilómetros.
La competencia daría inicio a las ocho de la mañana de aquel domingo. Comencé el proceso de preparación poniéndome la camiseta extragrande con el número 332, misma que no me gustó porque llegaba casi hasta mis rodillas; sentí que me ridiculizaba y maniataba la “velocidad”. Luego me puse una pantalonera; hice un fuerte nudo en las agujetas de mis tenis (no fuera ser que tuviera que suspender el recorrido porque se desataran), una cachucha que detuviera un poco el sol y bloqueador solar en crema, evitando aplicarlo en la frente ya que arden los ojos al escurrirse con el sudor. Completé el disfraz de corredora con unos lentes oscuros. Desde luego, nunca contemplé la posibilidad de llamarme competidora; era una participante que sólo quería probar su condición física. No llevé cronómetro, pero confié en que los organizadores tendrían un registro de los tiempos, únicamente para saber, pero no fue así.
Delante de la Cruz Roja estaba la muchedumbre que se veía contenta. Los corredores hacían ejercicios de calentamiento y se lanzaban vítores unos a otros. Allí había familias completas, grupos de amigos, algunos perros acompañando a sus dueños; sí, unos perrillos de razas pequeñas que hicieron que pensara: “a mí ningún perro me va a ganar”. Eso porque los vi chiquitines, ya que si hubiera visto a un galgo ni pienso nada. Seguía molestándome la camisetota, por lo que le hice un nudo a un lado para achicarla. Sin embargo seguí sintiéndome un tanto risible.
Dieron el disparo de salida e inicié el recorrido a paso rápido. En el camino había mucha gente aplaudiendo y gritando: “Vamos, vamos. Échenle ganas”. Me extrañó que una señora agradeciera emocionada: “Gracias, gracias, gracias”. No entendí porqué. Otra mujer repetía incesante: “Ánimo, ánimo. Rompan su propio récord”. Cómo le iba a explicar que yo no podía romper nada porque era la primera vez que participaba.
En el primer kilómetro todo era bueno: las piernas respondían, los pulmones y corazón también, pero al terminar de dar la vuelta al Bosque en los dos y medio kilómetros comencé a sentir un sofoco mayúsculo. Por más que intentaba inspiraciones profundas y sostenidas, terminaba en respiraciones entrecortadas. Luego recordé que hacía mucho tiempo que no experimentaba esa sensación de cansancio extremo que casi siempre llega con una invasión contradictoria que desea desobedecer a los sistemas corporales; sucede algo que en momentos parece imposible: el cuerpo vuelve a tomar una segunda fuerza y soporta más de lo uno creía. Así me pasó que a la mitad quise poner “pausa”, pero resistí hasta que, después de la fuente del Pensador de la Alameda, a la derecha, viniendo de la avenida Morelos, divisé la meta, y entusiasmada por terminar, aceleré mis tenis lo más posible. Arribé a la línea final, en donde un grupo de personas oía el “Mambo namber faiv”. En seguida fui a donde entregaban una bolsa a la que llaman “kit de recuperación”, que contenía una gran medalla color oro, un jugo de naranja, un “pauereid” y agua. No sé cuál fue mi propio récord, pero sé que lo que más temía ni siquiera estuvo cerca: me daba terror el imaginar que la ambulancia de la Cruz Roja fuera detrás de mí por ser la última en terminar el recorrido. Igualmente ningún perro me rebasó. Se me olvidó la talla extragrande y el ahogo. Me senté en el cordón del camellón, muy satisfecha y colorada, a tomar una botella de agua y a esperar que Eduardo me encontrara.