Una
mañana de verano, mi hija y yo, caminábamos por el museo de Antropología e Historia
de la ciudad de México. Decidimos hacer un descanso y nos sentamos en un lugar
donde había varias bancas. Sin razón aparente, Carolina comenzó a reírse. Le
pregunté el porqué: “Mamá, ¿te fijas que entre más viejas son las personas más
ruido hacen al sentarse?”. Nos pusimos a observar a los que posaban las
posaderas. Vimos niños y jóvenes que se sentaban sin poner mayor atención a ese
acto. En cambio, las personas mayores parecían muy concentradas y desde antes
de sentarse lanzaban un extraño y prolongado quejido; una mezcla de malestar y descanso.
Seguramente crujían las rodillas, las caderas… pero no alcanzábamos a oírlo.
Es cierto, la vejez trae consigo un
sinfín de sonoridades involuntarias. Se podría decir que la ancianidad es
directamente proporcional a los ruidos que produce el cuerpo de manera
inconsciente. No hace mucho tiempo tuve que acudir al oftalmólogo porque
descubrí cierto rechinar en mis párpados. Un ruido nuevo que no me conocía. El
médico dijo que era por falta de lubricación y que necesitaba aplicarme
lágrimas artificiales que venían en forma de colirio. Me sentí decepcionada. ¿Cómo
era posible que tuviera que comprar lágrimas? Yo, que durante toda la vida las había
fabricado a borbotones. Aunque debo reconocer que eso de llorar ya no me
entusiasma demasiado. Rara vez lo hago y prefiero más el silencio que la
sonoridad.
Muchos de los ruidos que nuestro
cuerpo hace son importantes para hacer diagnósticos. Por ejemplo, los ruidos
que produce el aparato respiratorio: desde el ronquido hasta los estertores,
desde el suspiro hasta la tos. Podemos ir al estornudo del alérgico y peor aún,
al del gripiento. El murmullo respiratorio pasea entre las crepitaciones pulmonares
y el “cof cof” cavernoso del bacilo de Koch… Así, el médico, con estetoscopio en
oreja, puede decir: tuberculosis, asma, enfisema, neumonía, bronquitis o
derrame...
El sistema circulatorio es el primero
en producir ruidos antes del nacimiento. Desde el veintiún día de la concepción
se oyen los latidos cardiacos y en el ultrasonido se ve como un aleteo de
mariposa; llega a tener 150 latidos por minuto. Aunque en el adulto disminuye
entre 70 y 90. Así, existen el primero, segundo, tercero y cuarto ruidos cardiacos
que hablan de válvulas que se cierran y válvulas que se abren para dejar pasar al
torrente sanguíneo. Y sí que es un torrente, hasta que se detiene y deja mudo al
cuerpo. Cuando los ruidos no están bien aparece la anormalidad con nombres de
soplos, frotes, retumbos, chasquidos, ruidos desdoblados y plops si de tumor
intracardiaco se trata. Escuchamos la sístole y la diástole.
Quizá
los ruidos más desagradable son los del aparato digestivo. Principalmente los
sonidos provenientes de los gases digestivos. Ya sea expulsado por arriba o por
abajo se habla de las más desagradables porquerías del cuerpo. Y al ser
precisamente lo sucio, lo cochino, es alimento de la risa familiar, o, de la risa
pagada de los cuentachistes con públicos escatológicos. El bruxismo o rechinar
de dientes; el borborigmo o las tripas que gruñen, porque tienen hambre,
diarrea, colitis o simplemente porque están vivan. Hasta que se paralizan
porque algunos se van muriendo por partes. Lo mejor será morir completo y de
una sola vez.
Tuve un maestro que aseguraba que el
sonido de la micción era suficiente para saber la edad, el sexo y las
enfermedades de las personas. Decía que con solo oír el “chis”, analizando su
fuerza, continuidad y el goteo terminal, se podría saber si era hombre o mujer,
joven o viejo, multípara, diabético u hombre con hipertrofia prostática. Tal
vez sea sólo una exageración, tal vez.
La vida está dada por decibeles. El
silencio existe para que el sonido se manifieste en la música, en el canto, en
el baile, en el aplauso. Somos seres sonoros cuando reímos, gritamos, comemos,
besamos y hacemos el amor o el sexo. Pero lo más importante es el sonido del
lenguaje hablado que nos diferencia de los otros animales.