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Nació en Francisco I. Madero, Dgo. El peor de los pecados es su primer libro de cuentos.Ha recibido el Premio Estatal de Periodismo Cultural “Armando Fuentes Aguirre” en los años 2000 y 2015 y el Premio Estatal de Periodismo de Coahuila, 2016 y 2017. Escribe cuento y ensayo. Es colaboradora regular del periódico El Siglo de Torreón. Su entrevista con Elena Poniatowska fue traducida al griego y publicada en la revista Koralli de Atenas. Ha publicado en diversas revistas nacionales y libros colectivos. Perteneció al taller literario de Saúl Rosales; es médica egresada de la Facultad de Medicina de Torreón, UA de C. y estudió la Maestría en Apreciación y Creación Literaria en Casa Lamm en la Ciudad de México.

sábado, 1 de octubre de 2011

ADICTA A LA COMPASIÓN

Confieso que fui adicta a la compasión. Me di cuenta de este problema desde niña. No entendía por qué me causaba tanto dolor ver a cualquier ser vivo en estado de desventaja. Llegué a llorar por un perro callejero que no me dejaron llevar a casa. Nadie puede imaginar mi sufrimiento. Recuerdo que cuando tenía seis años vi a una niña ciega caminar al lado de su madre y muchísimas noches estuve rogando a Dios para que le devolviera la vista. Por supuesto siempre con el corazón estrujado. En fin, estoy llena de historias, algunas jamás me atreveré a contar. He sentido pena ajena hasta en situaciones absurdas; una vez estaba en un concierto de música clásica, en un momento, la pianista se quedó paralizada porque olvidó las partituras. Como si fuera yo la olvidadiza, tuve que disimular mi shock emotivo, y que decir de la vez que en el ballet, la primera bailarina, se acostó involuntaria y violentamente en el piso; un sudor frío me recorrió la espina dorsal y al día siguiente aún me sentía extraña.
Empecé a darme cuenta de que el problema era grave cuando mis hijos, abusando de mi condición compasioncólica, acudían conmigo con sus ojos suplicantes y terminaba quitándoles el castigo que bien se habían ganado. La compasiva y su autoridad devaluada. Con los años a cuestas, intenté salirme de eso. Practiqué por ejemplo, con la señora que, aquí en Torreón, pide limosna desde hace más de 20 años. Aquella mujer de medias beige y cara de mártir, que recorre la ciudad alegando que tiene un hijo enfermo (que ahora es nieto) en el Hospital Infantil. Un día me topé dos veces con ella y aproveché para tratar de deshacerme de mi adicción. Le dije: “Oiga señora, ya le di dinero esta mañana. Usted sí puede trabajar”. La mujer contestó molesta con una palabra ofensiva de por medio dijo que a mi qué me importaba. Y me curé un poco. Hice lo mismo con el limosnero que se hace el mudo. Pero él sólo chisto.
Anduve luchando con la enfermedad, leí mucho sobre la compasión, unos libros decían que éste era un valor que nos hacía buenas personas y mejores cristianos, otros que era uno sentimiento dañino porque escondía una necesidad de sentirse superior menospreciando al otro. En conclusión no me quedó claro el grado saludable de compasión que todos deberíamos de tener, pero estaba segura que el mío no era bueno.
Sin embargo, llegó el día en que me curé. El tratamiento me costó quinientos cincuenta pesos. Cuando dejé esta adicción, el proceso duró varias horas, sentí el estómago lleno de ácido, los músculos contraídos, la mirada oscura y la conciencia obnubilada. De esta manera encontré el tratamiento: Tocó a la puerta de mi casa un señor y decidí no abrir. Una hora después, volvió al timbre el mismo. En esta ocasión sí le pregunté lo que se pregunta. Dijo que había visto que la cochera de mi casa estaba descompuesta por los cables rotos que se asomaban y que él era técnico en eso, que se llamaba no sé qué Meraz, pero que le decían “El Chino”. Me explicó el mecanismo del mal funcionamiento. El hombre era muy flaco y con mirada adolorida, se adivinaba que tenía sed. Mientras hablaba me mostraba sus palmas callosas y sucias: “Deme trabajo, soy gente honrada, ¿usted cree que estás manos son de ratero?, le cobro barato, en una hora lo arreglo, deme trescientos cincuenta y la dejo trabajando”. La compasión me llenó las mandíbulas, ¿cómo yo, una buena mujer no iba a darle trabajo a un padre al que esperaban unos hijos hambrientos? Además, sí se necesitaba la reparación. Y en contra de todo el sentido común que dictan las medidas de seguridad, oí de mi boca saliendo palabras en tono amable: “Está bien, pase”. Trabajó diez minutos y luego me llamó para decir que necesitaba una pieza que no funcionaba y que habría que preguntar el costo a la ferretería. Llamé al número que dictó y dijeron que la refacción costaba quinientos cincuenta pesos. Le entregué el dinero. “Voy a comprar la pieza y regreso”. El señor estafador nunca volvió y después de la rabia, me creo curada.