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Nació en Francisco I. Madero, Dgo. El peor de los pecados es su primer libro de cuentos.Ha recibido el Premio Estatal de Periodismo Cultural “Armando Fuentes Aguirre” en los años 2000 y 2015 y el Premio Estatal de Periodismo de Coahuila, 2016 y 2017. Escribe cuento y ensayo. Es colaboradora regular del periódico El Siglo de Torreón. Su entrevista con Elena Poniatowska fue traducida al griego y publicada en la revista Koralli de Atenas. Ha publicado en diversas revistas nacionales y libros colectivos. Perteneció al taller literario de Saúl Rosales; es médica egresada de la Facultad de Medicina de Torreón, UA de C. y estudió la Maestría en Apreciación y Creación Literaria en Casa Lamm en la Ciudad de México.

sábado, 23 de mayo de 2015

CUATRO, TREINTA Y TRES


Una de las disciplinas que me hubiera gustado aprender es la interpretación de música; en piano, violín o en lo que fuera. Pero, eso no fue para mí. Desde luego, estoy lejos de sentirme frustrada por esa razón, y menos ahora que sé que sí puedo tocar una obra. No sólo eso, considero que la interpretaría perfectamente. No creo que haya nadie que pudiera encontrarle defectos a mi ejecución, o al menos dudo mucho que se atrevieran a decir que lo hice mal. Tan segura estoy de lograrlo que alguna vez divagué con ofrecer ese concierto en público. Se trata de una obra que, aunque nació para piano, de igual forma puede ser para timbales, violín, trompeta, chelo o cualquier otro instrumento. Es curioso, nadie ha hecho las adaptaciones para cada ocasión, sin embargo, se creó con la peculiaridad de que se puede tocar con lo que se desee, incluso por una orquesta.
         La composición, la cual sería la única que yo podría interpretar, se llama “Cuatro, treinta y tres” (4´33´´) y como el nombre lo indica, su duración es de cuatro minutos con treinta y tres segundos. Consta de tres movimientos y fue imaginada por el compositor estadounidense John Cage en 1952. Al inicio de cada uno de los movimientos, (que duran 1. 31 minutos, cada uno) está escrita la palabra Tacet del latín calla, es decir silencio. Esta obra ha sido interpretada ante los más variados públicos y en muchas salas de prestigio (se pueden ver las muestras en Youtube). Lo extraordinario de estas partituras es que todo lo que tiene escrito es el título de la obra y el de los movimientos. No tiene plasmada, ni una, ni una sola nota. El papel pautado está limpio. Si es una orquesta la que la va interpretar el director llega, levanta la batuta, la baja y en seguida se queda por un minuto y treinta y un segundos, catatónico, al igual que los demás músicos. Esto se repite dos veces más. El director, hasta se limpia el sudor y toda la payasada, sin haber tocado nada de nada. Lo mismo sucede si es pianista o cualquier otro solista. Se supone que la música se produce con el ruido del ambiente.
         Algunos críticos dicen que es una propuesta artística interesante y que cada vez que se tenga esa obra enfrente será una experiencia diferente de ruidos ambientales. Pero, ¿necesitamos de eso para estar conscientes del ambiente? Porque si yo soy fiel a mi instinto, recibo este tipo de creaciones como una simple curiosidad. Imagino si sería posible que el violinista Itzhak Perlman programara, en uno de sus conciertos, el 4’ 33’’ de John Cage, y concluyo que eso no sucederá jamás. Por eso digo que la puedo interpretar, y es verdad. ¿Quién podría decirme que no? La vanguardia es tolerante con cualquier tipo de expresión y los críticos insisten en ensalzar obras que no tienen ningún mérito y ello hace que se ensucie nuestro juicio sobre el verdadero arte. Los críticos hacen que el público dude y generan inseguridad en las personas cuando se tropiezan con obras que no les gustan y terminan aceptándolas porque tal o cual experto dice que son extraordinarias.
         Con frecuencia los artistas hacen innovaciones (de eso se trata), pero alegan como su principal valor, precisamente, que “nadie lo había pensado”. Sin embargo, muchas de esas creaciones no es que a otros no se les hayan ocurrido sino que lo consideraron tonterías y por esa razón no se llevaron a cabo. Imaginemos que en el Barroco, a Vivaldi o a Bach, les hubieran mostrado una obra sin una sola nota, eso sería una simple broma. En cambio ahora se paga por esas expresiones.
Desde luego, sin el silencio no hay música, pero el silencio sin sonido es sólo ruido del ambiente, porque el silencio absoluto sólo existe en el espacio sideral. Los silencios no son algo nuevo en el arte, sabemos de libros en los que únicamente tienen el nombre del autor y el título con más de doscientas páginas en blanco, cuadros con el lienzo mudos, artículos periodísticos publicados en blanco y poemas que no son nada; considero a estos curiosidades (insisto), no más.

Pensándolo bien, y ya que yo no soy músico, me daría mucha vergüenza interpretar el “Cuatro, treinta y tres” de John Cage.

sábado, 9 de mayo de 2015

EL ARTE DE SER JUMENTO


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Me pasó una de esas noches en las que no podía dormir, y, como otras veces, decidí leerme un cuento. Ese día le había puesto punto final a un artículo sobre un tema político; para ello había leído múltiples textos. Esa fue la causa del desasosiego que sentía y que no me dejaba dormir. Tenía la sensación de haber entrado a un gran contenedor de basura en donde yo buscaba algo a lo que  pudiera darle una apariencia diferente. Pero en el intento, sin remedio,  mi mente se llenó de inmundicia; decidí limpiarla y tomé el libro de Platero y yo del malagueño Juan Ramón Jiménez (1881-1956). Esa hermosa narración poética fue un baño de cielo, un respiro de verdes prados y aves canoras, una probada de tierra húmeda. Fue la mirada de inocencia que necesitaba para ver la belleza del este mundo.
         Platero y yo, es la historia de la relación de un hombre y un burro. Especialmente, es la vida y muerte de un asno que parece estar hecho de algodón y que se llama Platero. Después de toparme con la ternura de este blanco rebuznador, me puse a pensar en tantos jumentos, rucios, onagros, pollinos o asnos que tiene la historia. Sí, hay muchos burros importantes, tantos, que no podría enumerarlos. Desde luego no esperemos que tengan la fama de sus parientes  caballos, como el Rocinante de don Quijote, el Babieca del Cid Campeador, el (senador) Incitatus de Calígula, el Lazlos de Mahoma, el Bucéfalo de Alejandro Magno, el Merengo de Napoleón, el Siete Leguas de Villa y hasta uno de madera que es el de Troya, entre otros.
         El primer burro que aparece en la Biblia lo hace como cadáver, en forma de arma huesuda. Se trata del primer asesinato de la historia de la humanidad que, según Moisés, fue perpetrado con una quijada de burro cuando Caín mató a su hermano Abel. Luego Sansón con otra quijada asnal da muerte a mil filisteos. De manera que el miedo sí puede andar en (quijada de) burro. En el Nuevo Testamento aparece otro burro ilustre y es el transporte de María a Belén. E igualmente la entrada de Cristo a Jerusalén es en uno de éstos: “He aquí, tu rey viene a ti, justo y dotado de salvación, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de asna” Zacarias 9:9
         Otro asno célebre, aunque también sin nombre, es el que acompaña a Sancho Panza,  el escudero de don Quijote. “El asno de Sancho” y aquí, el enunciado aplica en los dos sentidos: en el de pertenecía y en el de ausencia de inteligencia. Al menos eso es lo que frecuentemente le dice don Quijote a Panza, “falto de entendimiento”. Aunque en realidad Sancho no es menso, Cervantes lo personifica como bastante ingenioso. Algunos han dicho que este  asno se llama Rucio, pero rucio es sinónimo de burro y  El ingenioso Hidalgo... se refiere a él así, sin mayúscula. También es famoso porque en el capítulo XXIII de la novela  se lo roban, desaparece,  y en el capítulo XXX vuelve sin ninguna explicación. Miguel de Cervantes se olvidó de ese robo; se dieron cuenta de eso después de la primera publicación.       
         Siempre me han gustado estos animales tradicionalmente de carga, (“trabajo como burro”, dicen) pero considero han sido discriminados porque los comparan con las personas tontas. Por eso antes, cuando parte de la educación era basada en la humillación, se les ponían orejas de burro a los niños. Recuerdo que en el lugar donde fui niña era frecuente oír sus rebuznos. Desde entonces el sonido que emiten me parece nostálgico. Ahora mismo vienen a mi mente otras significaciones asnales, por ejemplo: los niños que jugaban al “bríncate burro” diciendo frases muy chistosas y que en las kermeses nos vendaban los ojos para competir a ver quién le ponía la cola al burro. En fin, en el lenguaje cotidiano lo encontramos en las comidas de “burritos” o en el trabajo doméstico en los burros de planchar ropa. Sin embargo, con todo y la primavera, algunos dicen que los asnos están en peligro de extinción. Quién sabe si sea cierto.

Mientras escribo esto, suspiro y recuerdo que es tan fácil, y tan difícil, ser el burro que tocó la flauta. Por eso para ser ese burro se requiere arte. El arte que siempre estará allí para salvarnos de la inmundicia.