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Nació en Francisco I. Madero, Dgo. El peor de los pecados es su primer libro de cuentos.Ha recibido el Premio Estatal de Periodismo Cultural “Armando Fuentes Aguirre” en los años 2000 y 2015 y el Premio Estatal de Periodismo de Coahuila, 2016 y 2017. Escribe cuento y ensayo. Es colaboradora regular del periódico El Siglo de Torreón. Su entrevista con Elena Poniatowska fue traducida al griego y publicada en la revista Koralli de Atenas. Ha publicado en diversas revistas nacionales y libros colectivos. Perteneció al taller literario de Saúl Rosales; es médica egresada de la Facultad de Medicina de Torreón, UA de C. y estudió la Maestría en Apreciación y Creación Literaria en Casa Lamm en la Ciudad de México.

domingo, 29 de mayo de 2011

POSTALES MICHOACANAS



Nunca había viajado al estado de Michoacán, sin embargo guardaba imágenes que hablaban de él. Mis postales recordaban el terror y la maravilla. Por eso, para una imagen de “La familia”, secuestradora y matona, tenía un retrato con miles de mariposas monarca. A los heridos por el bombazo de Morelia del 15 de septiembre del 2008 los borraba con la placidez de los pescadores de Janitzio en sus embarcaciones mariposa. Para el “michoacanazo”, aquel circo en donde se encarceló temporalmente a funcionarios de gobierno, estaba la Danza de los viejitos. Para la amargura de saber que el medio hermano del gobernador Godoy era narco, servía el ate de membrillo. Idealmente era mejor fijarse en los colores y la magia del árbol de la vida, aunque, irónicamente, le rinda culto a la muerte.
Después de mi peor día de una enfermedad gastrointestinal, no pude, o no quise, evadir un viaje a Morelia, Michoacán. El traslado sucedió sin nada extraordinario con los obligados cacahuates japoneses signo, ahora, del viajero del aire. Así, antes de subir al avión revolvieron mi ropa y me obligaron a comprar por 25 pesos una bolsilla de plástico transparente para guardar allí una pequeña crema humectante. Al llegar a la ciudad me llamaron “acompañante” (acompañé a mi esposo a un congreso). Me informaron que había un programa de actividades para los sinquehacer. Al día siguiente subimos a un camión en donde un guía de turistas, bautizado como Francisco pidió que le dijéramos Pancho, explicó que el recorrido a la ciudad de Pátzcuaro tardaría aproximadamente 40 minutos y que iríamos también a un lugar llamado Quiroga; un centro artesanal. Pancho explicó que Vasco de Quiroga o “Tata” Vasco había sido el primer obispo de Morelia y que aunque en España se había destacado por ser un duro inquisidor, al llegar a México, a mediados del siglo XVI, se convirtió en protector de los indígenas que pertenecían a la etnia purépecha, a la que los españoles llamaron tarasca, que significa monstruo mitológico.
Al llegar a Pátzcuaro visitamos la hermosa Basílica donde mora la Virgen de la Salud, hecha de pasta de caña de azúcar. Pancho habló entusiasmado del vestido blanco bordado con hilo de oro y contó que la virgen estaba dentro de un cristal blindado porque hacía unos años un feligrés enojado, había querido destruirla a balazos (aunque ninguna proyectil dio en el blanco) porque al parecer la virgen tuvo a bien no realizarle el milagro pedido. Nos informó que los restos de “Tata” Vasco yacían allí y que estaba en proceso la canonización de tan generoso hombre. Después de allí fuimos a la casa de los once patios que fue fundada en 1742 y que estaba habitada por la orden de las monjas dominicas que fabricaban artesanías y tenían un lugar que era como un sauna con una ventana redonda para que uno que otro curioso se asomara. Luego caminamos por la plaza Vasco de Quiroga y justamente allí comí una nieve superlativamente rica. Caminé junto a altísimos árboles y una gran vegetación que me hizo sentir hipnotizada. Después con los colores de la artesanía de Quiroga me di cuenta que, no en ese momento, no sabía que en México existía una guerra.
Al día siguiente asistimos, al Palacio de Gobierno de Morelia, a una cena a la que llamaron Virreinal. Esto fue una experiencia extraña pero divertida, primero porque la ambientación virreinal, incluía luz de veladora y muchísimo calor. Me compadecí del pobre Virrey Antonio de Mendoza ataviado como tal y del obispo Quiroga con sus dobleces en la túnica y su gran cofia. La cena consistió en puchero gallego (para sudar más), pollo con garbanzo, y de postres; dulces morelianos. Por supuesto, estábamos en el siglo XVI y no había cubiertos. No se nos ocurrió ir al baño porque en la época en que vivíamos no existía el papel sanitario. Vi poco de Michoacán pero fue suficiente para conmoverme. Al regreso para Torreón, en el aeropuerto de la ciudad de México estaban “El loco” Valdés y Sergio Corona. Unos gritaban “Águilas” otros “Chivas”. Claro, también existía el futbol.

lunes, 16 de mayo de 2011

EN EL RINCÓN DE MI RECÁMARA




Estoy en el rincón de mi recámara, me siento enferma; estoy en cama. En el absurdo de mis pensamientos me ilusiono un poco, porque muchos escritores han creado sus mejores obras bajo los influjos del dolor, la fatiga y la desesperanza. Ahí están los sifilíticos: Charles Baudelaire, Guy Maupassat, Lord Byron; James Joyce, Alfonso Daudet; Los tuberculosos: Thomas Mann, Fiodor Dostoyevski, sólo por mencionar algunos. Pero, tenía que ser, la ilusión desaparece, no tarda mucho en llegar la decepción. Ellos tenían enfermedades serias. Además, huelga decirlo, eran genios. En cambio, yo no tengo más que una vulgar infección intestinal y además, también sobra decirlo, no se me ocurren grandes ideas y a veces ni pequeñas..
Además, que nadie me crea eso de que estoy en cama, al menos no por largos períodos; todo mundo sabe cómo son las prisas de las contracciones intestinales. Todos mis males actuales me pasan por comer porquerías. Aunque creí que no lo eran: Fui al cine a ver El discurso del rey y ahora sufro de tartamudez para escribir. Para hablar no tengo problemas, pero no imaginan lo que batallo para articular frases tecleadas. Disfruté de la película al mismo tiempo que me zampaba un yakimechi mixto (arroz con y camarones). ¿A quién se le ocurre comer camarones sin verlos y estando tan absorta? Quién sabe cuántos más estarán igual que yo.
Mi mente divaga sin control: estoy sudando, tengo fiebre, creo que deliro. El flujo de inconciencia aflora y no puedo evitar pensar en los chistes que no me dan risa. No me provocan siquiera una sonrisa los chistes que me contaron hace 30 años, ni la comicidad de “bueno pero no te enojes”, “chusma, chusma”. En este momento sudoroso, pienso que no divierten a nadie. Aunque “como digo una cosa, digo otra”. La repetición de tonterías es altamente adictiva. Lo he comprobado. Igual pasa en la música. No me gusta tampoco el humor inverso, aquél que intenta la ironía. Sí, cuando una persona dice que le gusta mucho algo que en realidad le desagrada. El hecho de decirle flaquitos a los gordos, y todas esas bromas que giran alrededor de ese recurso retórico. No me causa gracia que cuando las personas toman una foto griten: “¡Digan chiz!” es más, me cae bastante mal. Recuerdo (todo en mí en este momento es involuntario) que alguna vez vi una estadística que aseguraba que el 80% de las mujeres mexicanas decían que se habían enamorado y casado con su esposo porque éste las hacía reír. Por supuesto la causa de separación resultaba ser, la razón contraria: “porque las hacía llorar”. Seguramente la risa puede ser un factor muy importante, pero si fuera el más relevante, entonces todas las mujeres nos enamoraríamos de los cómicos.
De cualquier manera, no pienso bien, no estoy bien a pesar del Eskapar y de la Buscapina y de las bebidas hidratantes. Me siento desorientada. Temo que pueda ser tifoidea lo que padezco. Sí es así, tal vez podré escribir mejor o ¿peor? Estoy sola en casa y a mi derecha está una ventana. Puedo ver la palmera que me acompaña desde hace más de tres años y en la que he visto a cinco tórtolas tener diez hijos. Cuatro de las pajarillas habían usado el mismo nido, pero con la helada esa rama se murió y la tórtola actual hizo un nuevo nido. Allí está como las otras; durante tres semanas no se moverá más que por unos minutos para ir a comer, empolla sus dos huevos. Luego saldrán unos pajarillos feos que parecen más un montoncito de paja. A los tres o cuatro días ya toman forma de lo que van a ser. A los quince días, más o menos, los enseñará a volar, primero distancias cortas. Casi todos aprenden el mismo día y se van, y luego viene otra tórtola y así.
Sigo mal y las ideas tontas vienen a mi mente con más frecuencia. De repente tengo frío y tiemblo toda, a pesar de que afuera la temperatura es de 36 grados centígrados de las seis de la tarde. No vuelvo a comer en el cine. No vuelvo. Lo juro. .

viernes, 6 de mayo de 2011

RECETA DE MANZANAS EN CAMISA




Era una tarde cualquiera. Ella se echó en la cama. No podía mover ni un solo dedo. Boca abajo, piernas y brazos extendido. La mosca Tse-Tse le había picado; tenía la enfermedad del sueño, --decía--. Puras mentiras. Era, simplemente, una holgazana más en el universo. Le daba flojera ponerse memoriosa, y, en contra de su voluntad recordó que debía preparar el postre que les había prometido a sus hijos. Tenía que… tenía que… Un ratito, un rato más. Aunque sea diez minutitos. Aletargada, cuando hacía cualquier tarea, por simple que ésta fuera, se dilataba una eternidad. Su madre se lamentaba: “¡Dios mío, pero qué pasó contigo hija mía, de dónde saliste tan perezosa!”. Ella hablaba lentamente: “No soy floja, soy minuciosa”. Todo resultaba demasiado esfuerzo para aquella haragana.
Hay quienes aseguran que la pereza es sinónimo de depresión. ¿Será verdad? Pero, en la depresión no dan ganas de vivir ni existe entusiasmo por nada. Sin embargo, ella poseía mucho entusiasmo por vivir, siempre y cuando esto fuera sin hacer nada. Vivir en posición horizontal y no moverse. Qué alegría cuando le venían los recuerdos de los días de asueto, las mañanas de playa. ¿Estaría deprimida? ¿Sería por eso que al sueño le nombraban la pequeña muerte? Su cuerpo no respondía, quería, pero no podía. ¿No podía? A lo lejos oyó un estruendo. Se preguntó si serían balazos. Últimamente cualquier ruido le parecían disparos de arma de fuego. El día anterior, mientras esperaba en un consultorio médico, vio a un niño de 3 años que jugando decía: ¡Los balazos! ¡Los balazos! ¡Échense al piso! Y mientras eso gritaba, el chiquillo ponía pecho tierra o pecho piso. A la floja se le antojaba también tirarse al piso. Había encontrado, muy contenta, una nueva excusa para no ser puntual: “me tocó balacera”. La gravedad la había vencido; debía de caer.
Pero luego, pareciendo una anciana de 90 años se separó de su cama; dio inició a la bipedestación pesadamente. Arrastrando los pies llegó a la cocina, se lavó las manos. Abrió el recetario de postres y leyó: “Manzanas en camisa”
3 tazas de harina
200 grs. de mantequilla
½ taza de leche condensada
¼ de cucharadita de sal
¼ de taza de agua
6 a 8 manzanas
3 cucharas de mantequilla
Canela molida, la necesaria
1 huevo batido para barnizar
Cerezas las necesarias
Horno precalentado a 200 ºC
Cierna la harina sobre la mesa, forme un hueco en el centro y añada los 200grs de mantequilla, agregue la leche condensada y la sal hasta formar una pasta suave y tersa. Refrigérela 20 minutos. Mientras, pele las manzanas y sáqueles el centro, en ese hueco ponga a cada una un poco de mantequilla, una cuchara de azúcar y canela al gusto. Después de 20 min. Saque la masa y divídala en 6 partes y extienda cada una de ellas. Forre las manzanas con la pasta y barnícelas con el huevo y adorne con las cerezas. Meta al horno en una charola engrasada y enharinada, al servirlas báñelas con el resto de la leche condensada.
Y poco a poco fue perdiendo la apatía, limpió las manzanas, cernió la harina, amasó, olió las manzanas, probó la canela. ¡Ah, después de todo no es tan malo moverse de vez en cuando!. Al terminar la preparación y ver las manzanas cubiertas con la masa que preparó y adornó con las cerezas, exclamó orgullosa: ¡Realmente quedaron perfectas! Las colocó en el horno a 200 centígrados, como expresaba la receta. Ganó entusiasmo, pero éste resultó muy volátil. El desgano volvió a instalarse. Luego se sentó en una silla del antecomedor. No pudo evitarlo y recostó la cabeza en sus brazos cruzados sobre la mesa: se quedó profundamente dormida. La despertó un olor intenso a quemado. Las manzanas en camisa se habían bronceado demasiado. Imposible comerlas. De seguir así, aquella mujer sería una manzana en camisa de fuerza. Bostezó, bostezó. Estaba tan relajada que ni siquiera tuvo fuerzas para manifestar enojo por la frustración de la receta fallida. Se fue a la cama y se quedó otra vez dormida. Soñaba que era un lirón.