Es curioso, a medida que el mundo se vuelve más
violento, los discursos se tornan más eufemísticos. Aunque el lenguaje
cotidiano, especialmente el de los jóvenes, ha aumentado en el uso de las
palabras que conocemos como “malas palabras”. No obstante, en general, su
léxico es reducido. Ahora los jóvenes son libres en la forma de hablar. Muchos
padres no sólo se han dejado contagiar sino que ven imposible obligar a un
adolescente a hablar sin decir una
“malarrazón”. Antaño sucedía que cuando un niño, o adolescente, decía una palabra
altisonante delante de personas adultas, era motivo de castigo, muchas
veces físico.
El vocablo
eufemia es de origen griego y significa la buena palabra. De allí, hemos
desarrollado la necesidad de aplicar frases o nombres amables a lo que nos
parece ofensivo. A eso lo conocemos como eufemismos. “Un eufemismo es una palabra o
expresión políticamente aceptable o menos ofensiva que sustituye a otra
considerada vulgar, de mal gusto o tabú, que puede ofender o sugerir algo no
placentero al oyente” (Wikipedia). Los eufemismos, en algunos casos, son el
maquillaje de la realidad por eso en los discursos oficiales o expuestos por
los líderes todo es eufemístico.
Y es
que desde que comenzamos a hablar, nuestros padres cambian los sustantivos, que
ellos consideran que se oyen feo o cacofónicos, por otros más amables. Esto,
aunado a que la fonación incipiente de un bebé no alcanza para palabras
difíciles, crecemos sintiendo que quien menciona la palabra nalga es una
persona vulgar. Se nos ha enseñado a decir pompis. De igual manera, para muchos
no existe el pene sino el o la pipí, y así. Pero vamos más allá de cambiar los
nombres a los genitales o de las referencias escatológicas. Recurrimos a los
eufemismos en cualquier situación que nos incomoda. Éste es, también, un
mecanismo de defensa.
Como
ejemplos comunes esta la incapacidad de cualquiera para aceptarse como loco, si
acaso puede admitir un “padezco de los nervios”, y prefiere ir al neurólogo que
al psiquiatra. Por supuesto nadie es chismoso sino “comunicativo”. Y si alguien
quiere llamarle gordo(a) a otro, sin sentir
culpa, puede recurrir a: “estás muy repuesto” o “estás lleno de vida”.
Igualmente, no oiremos a un médico dar la noticia de la muerte de un paciente.
El doctor sólo alcanzará a decir: “se nos fue”, “ya terminó”, “ya descansa” o
“está con Dios”. Las criadas son cosa del pasado ahora se ha dado paso a “las
asistentes del hogar”. Los pobres no lo son más, habrá que hablar de “los que
menos tienen”. No existen las casas de
prostitución, ya ni siquiera las de citas en su lugar están las “salas de
masaje”. Los ancianos o viejos no se pasean y van a bailar a la plaza, las
tardes de sábados y domingos, el día de hoy lo hacen los “adultos mayores” o
“adultos en plenitud”. Ya casi resulta insultante hablar de la tercera edad.
Nunca más en la boca de una persona sensible un retrasado mental, un cojo, un
paralítico, un tuerto, un ciego; son personas con discapacidad. Aunque lo
aceptable para la televisión es la frase aplicada incorrectamente de
“capacidades diferentes”, ¿qué, acaso no todos tenemos capacidades diferentes?.
No hay enanos, aunque tal vez sí haya enanitos y eso solamente si son toreros.
En nuestro mundo son “gente pequeña”. No
más negros ni gente de color; “afroamericanos o afromexicanos”… Considero que
en muchos de estos casos los eufemismos son necesarios para la convivencia de
respeto y calidez entre la sociedad, pero existen otros, sobre todo en el
discurso político, que el único fin es el engaño. Para muestra: los muertos en
la guerra son llamados “bajas”, las zonas de guerra, son “zonas de conflicto”.
A mucha gente ya no la secuestran o matan “la levantan” o “desaparecen”.
Curiosamente “el levantamiento” sugiere un asesinato latente, más grave que aún
que el mismo secuestro. En fin, los eufemismos en ocasiones implican
sensibilidad y buen gusto, otras veces intentan satisfacer nuestra excesiva
susceptibilidad emocional y otras tantas pretenden esconder al hipócrita.