Vi
por televisión parte del funeral del diputado priista por el Estado de México,
Jaime Serrano, quien fue asesinado el 16 de septiembre de este año. Me
sorprendió que en un momento de su despedida, las personas allí presentes,
comenzaran a aplaudir. Un hecho que se está haciendo común en actos mortuorios.
Antes solamente se les aplaudía a los actores o cantantes porque se entendía
que estaban ante su última y definitiva actuación. Pero en el adiós a Jaime
Serrano, no solamente aplaudieron sino que gritaron porras. “Chiquitibum a la
bin bom ba, a la bio a la bao Jaime, Jaime, ra ra ra”. Nuestra conducta es cada
vez más absurda y los caminos para mitigar el dolor son altamente teatrales.
Eso del “ra ra ra”, apócope de ganará, se me hizo demasiado bizarro por ser dedicado
a alguien que, en este mundo, ya no tenía ninguna posibilidad de ganar. Aquel
infeliz, había perdido ante el filo de cocina de su esposa, que, sin pudor, era
una de las porristas.
Ya
no hay seriedad en nada. Ahora está de moda que cada vez que hay una sesión
funeraria, en muchos casos, los parientes del fallecido mandan hacer pequeños
objetos del recuerdo, como si de una fiesta se tratara: veladoras con la imagen
del difunto, pensamientos, separadores de libros, etc. Por eso yo voy dejar muy
claro como quiero mi funeral: nada de esas payasadas modernas. Qué les quede
claro. Esa es mi última voluntad.
La
muerte de personas cercanas, la enfermedad, los accidentes y ahora la gran cantidad asesinatos, hacen que, sin
poder evitarlo, uno piense en su propia fecha de caducidad; le pregunté a una
amiga con 50 años de edad, que cuánto creía que viviría, y sin dudar, me dijo: “Llegaré a los 90”. ¡Vaya, gran ego! –pensé– Y es que, tanto
ella como yo, tenemos ancestros que se extinguen después de los noventa años. Allí
van, esas arrugas lentas; risueñas en momentos y renegadas en otros, hasta que
un día de frío se les escapa el último aliento. Por consiguiente, esos funerales
se hallan llenos de resignación y también de cierto agrado, porque se convive
con la parentela que regularmente no se
ve y que les llamo “los parientes de difunto o casorio”.
Igual que la mayoría de las
personas, no tengo ni la mayor ni la menor idea de la forma en que perderé
definitivamente la temperatura. No sé si resbalaré en el baño, si será en avión,
en coche o como peatona. Si me tomará por sorpresa, sentada o de pie. O tal vez
esperaré, enferma e impaciente, acostada en una cama de hospital. En fin, dejar de respirar tiene mil caminos.
Pero, supongamos que muero por
causas naturales, es decir, por vejez. Andará una viejita pequeña con buen sentido del
humor e indignada por tanta barbarie que cometemos los humanos. Y si no se me
borran los archivos del cerebro, imagino que seré igual que todos mis ancestros.
Yo misma me doy ternura. Entonces, aclaro a mis sobrevivientes que no voy a
necesitar grandes consideraciones. En realidad no me importa mucho eso de
sepultura o incinerada, pero para que no discutan: me incineran. No voy a pedir
que mis cenizas vayan al mar o algún lugar exótico, hagan con ellas lo que
se les antoje. Asistan a una pequeñísima reunión de despedida y sanseacabó. Pero no quiero nada, nada de lo que ahora se
acostumbra. Bajo ninguna circunstancia me
vayan a querer alentar con una porra, no me animaré, se los juro. No quiero
aplausos, no los agradeceré. Supongo que las coronas floreadas serán
inevitables. Aunque lo más triste sería no poder acudir a mi propio funeral,
como a algunos les ocurre.
Deseo
morir por intoxicación crónica de años, porque a pesar de todos los dolores
colectivos e individuales que he padecido, quiero los días y las noches. Me
gustan. También me he encariñado con los atardeceres. Si muero en la tercera o
cuarta edad, estoy segura que me extrañaran aunque sea sólo en pequeñas ráfagas
del pensamiento. Eso me hace sentir bien. Desháganse lo más pronto posible de
todos mis objetos personales. Les prometo que trataré de no acumular demasiados.
Ojalá que mi última sístole caiga un
atardecer de viernes porque así podríamos aprovechar el fin de semana.