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Nació en Francisco I. Madero, Dgo. El peor de los pecados es su primer libro de cuentos.Ha recibido el Premio Estatal de Periodismo Cultural “Armando Fuentes Aguirre” en los años 2000 y 2015 y el Premio Estatal de Periodismo de Coahuila, 2016 y 2017. Escribe cuento y ensayo. Es colaboradora regular del periódico El Siglo de Torreón. Su entrevista con Elena Poniatowska fue traducida al griego y publicada en la revista Koralli de Atenas. Ha publicado en diversas revistas nacionales y libros colectivos. Perteneció al taller literario de Saúl Rosales; es médica egresada de la Facultad de Medicina de Torreón, UA de C. y estudió la Maestría en Apreciación y Creación Literaria en Casa Lamm en la Ciudad de México.

domingo, 3 de diciembre de 2017

LA SONORIDAD DE MI CALLE


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Recuerdo que desde niña en cualquier lugar en el que he estado siempre me acompaña, como sonido de fondo, el cantar de las palomas torcazas. Y ahora, que paso la mayoría de mis días en la Ciudad de México, no es la excepción.
         La calle donde vivo es novedosa para mí. Me sorprende a cada instante: con frecuencia pasa un flautista que me recuerda la música prehispánica, luego le hace competencia una guitarra con un violín tocando el “Querrequere”. En otro momento un vecino del edificio de departamentos, donde vivo, toca en su saxofón jazz de una manera tan suave y  sensual que me hace suspirar. Todos los días y a cualquier hora pasa un camión que trae una grabación que anuncia con  una voz femenina y muy nasal: “Se compran colchones, tambores, refrigeradores, estufas, lavadoras,  microondas o algo de fierro viejo que vendan” pero tiene el poder la ubiquidad al parecer está en toda la ciudad. Al principio me parecía pintoresco, ahora mis oídos se cansan. Por mi calle, ocasionalmente pasa un cilíndrero interpretando “Cielito lindo”. No es menos frecuente el silbido nostálgico del camotero que me trae recuerdos de hace treinta años, cuando yo vivía aquí. Otros que se escuchan son los vendedores de tamales oaxaqueños: “Venga y pida, los ricos y deliciosos tamales oaxaqueños. (¿Qué diferencia habrá entre ricos y deliciosos?) Calientitos tamales oaxaqueños”, repite una y otra vez la grabación. Pasan los que venden plátanos de diez pesos, aguacates y cerezas de a veinte. Y como se me hace tan barato salgo corriendo a encontrarme con ellos. Llegó cansada al camión y al regreso jadeando al departamento y mi hija se carcajea. Ay, mamá ¿Cuánto te puedes ahorrar? No importa, el aguacate en Torreón cuesta a ochenta pesos. También hay un señor que vende tamales pero que canta “amales” de una forma tan alargada y sostenida que me hace sonreír. Otros gritan pero no entiendo nada. En cambio, el otro día pasó un señor que compraba fierro pero lo anunciaba a manera de no sé qué ritmo: “Fierro…   fierro… fierro, fierro, fierro y enseguida saltaba un fragmento de un canto árabe. Esta ciudad es toda sonoridad junto con las torcazas que siempre traigo dentro de mí.
Recuerdo que recién había llegado aquí, una noche alrededor de la doce, comencé escuchar unos gritos que provenían de un edificio contiguo, me parecía que escuchaba mi nombre. Así era, me acerqué a la ventana y una voz joven y masculina gritaba: “¡Angélica!”, lo hacía de manera desesperada y con mucha pasión. Pensé “tocaya mía regresa con este hombre” ha gritado diez veces nuestro nombre, se lo merece. La segunda noche lo volvió a hacer pero solo tres veces y hubo una más, pero solo fueron dos ¡Angélica!. ¿Qué pasaría con esa mujer? En tres días se recuperó ese amante que no le importaba despertar a decenas de personas con sus gritos o bien mi tocaya volvió con su gritón. .
Aquí en la Ciudad de México, los días en que tengo clase, salgo por la mañana y cuando el sol esta radiante y no me quema como el de Torreón, observo que las personas de esta calle se conocen, gritan, bromean. Muchos caminan con sus perros. Me gusta ver a tanto perro que no ladra, a veces están sentados esperando fuera del restaurant mientas su dueño se alimenta. En este barrio de la Roma, a veces no muy limpio, se camina y se ve arte hasta en un árbol muerto que talló un escultor.
Mi calle actual tiene árboles viejos y algunas cuarteaduras en memoria del reciente temblor, tiene restaurantes, comercios y departamentos. Es un lugar con mucho movimiento, muy vivo; contrasta con mi calle de Torreón en la que solo oigo el “Vals las olas” en un carrito que vende nieve y en donde tiempo antes escuchaba al “Pan panadero” que creo que se le endureció el pan y ya no lo vende. Otro es el que vende escobas y trapeadores. En las tardes cuando estoy allá y salgo a caminar y me topó con un joven con síndrome de Down que camina con sus audífonos puestos cantando y que de tanto vernos le parezco familiar, por eso él siempre me dice: hola. Yo admiro a ese muchacho tan independiente 

         Muy distintas son mis dos calles: una tan viva y otra tan llena de baches; una tan temblorosa y otra impávida como si nada ocurriera y quizá nada ocurre.