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Nació en Francisco I. Madero, Dgo. El peor de los pecados es su primer libro de cuentos.Ha recibido el Premio Estatal de Periodismo Cultural “Armando Fuentes Aguirre” en los años 2000 y 2015 y el Premio Estatal de Periodismo de Coahuila, 2016 y 2017. Escribe cuento y ensayo. Es colaboradora regular del periódico El Siglo de Torreón. Su entrevista con Elena Poniatowska fue traducida al griego y publicada en la revista Koralli de Atenas. Ha publicado en diversas revistas nacionales y libros colectivos. Perteneció al taller literario de Saúl Rosales; es médica egresada de la Facultad de Medicina de Torreón, UA de C. y estudió la Maestría en Apreciación y Creación Literaria en Casa Lamm en la Ciudad de México.

domingo, 7 de mayo de 2017

UN CHICHÓN, UN PLATO ROTO Y ELENITA ASUSTADA


Si hubiera imaginado el estado caótico en el que nos reuniríamos, Elena Poniatowska y yo, jamás la hubiera invitado a comer a ese restaurante. Esta experiencia puso en riesgo nuestra integridad física y mental.
8 de diciembre de 2016: Después de visitar varias veces a Elena Poniatowska en su casa de Chimalistac, ciudad de México, creí que era buena idea invitarla a comer a un restaurante. “Está bien el jueves. Escoge un lugar cercano a mi casa y allí no vemos a las tres. Dispongo de dos horas porque en la tarde tengo una entrevista que no puedo eludir”, contestó. Me di a la tarea de buscar un restaurante que fuera su vecino. La búsqueda de Google ofrecía varias opciones, pero las más próximas a su domicilio eran: la taquería “El rincón de la lechuza”, una pizza “Hut” y “Casa Ávila” un restaurante de comida española. Los tacos me parecieron demasiado informales para la “Princesa Roja” y la pizza “Hut” aún más. Con terror imaginaba a muchos chiquillos descalzos corriendo para subirse a los juegos infantiles. Me dolía la cabeza sólo de pensar en el olor a pies y la gritería que tendríamos que soportar; la comida española terminó siendo el único lugar posible. Además, porque alguna vez había probado un lechón de sabor insuperable en una sucursal de este mismo establecimiento. Me ilusioné creyendo que iba a ser una buena experiencia.
Pero, “nada pasa sin anunciarse” y yo no pude vislumbrar las señales que advertían que nuestro encuentro iba a ser desastroso. Entré a Internet a ver los comentarios sobre el lugar donde comeríamos. Éste tenía cuatro estrellas y media de calificación. Sin embargo, algo en las opiniones de los comensales me producía cierta desazón: todos coincidían en que era excelente para ir con la familia; ello significaba ruido y niños. ¿Niños? Otra vez me volvía el espanto. Además de los elogios al lugar, el sitio web anunciaba que los jueves no estaba muy concurrido, por eso ya le había dicho a mi invitada dónde nos reuniríamos. De todos modos, unas horas antes llamé para reservar, por si acaso. Me dijeron que sólo tenían una mesa en el área de fumadores. Internet me había mentido con eso de “poco concurrido”. “No creo que le guste fumar pasivamente”, pensé. Luego, debo confesar que hice algo por lo que mis escrúpulos se precipitaron a la baja en la bolsa de valores. Usé mi gran bocaza: “Señorita, es que voy a ir a comer con Elena Poniatowska y me gustaría una mesa en área de no fumar”. Pasaron unos segundos de silencio y la muchacha al teléfono me aseguró que ya había una disponible. Si alguien me hubiera oído ya estaría bautizada como una lady cualquiera. No está bien usar el nombre de nadie para obtener una mesa, pero después de lo sucedido, la microhistoria me absolverá.
         Saliendo del hotel: A las dos de la tarde hice la solicitud de un Uber; éste me indicaba que el viaje duraría 45 minutos. Pero apenas habíamos avanzado unos cuantos kilómetros, el reloj que indicaba la hora de llegada comenzó a cambiar de opinión: encontraría mi destino a las 3:15. Así fue aumentando el tiempo. Comencé a angustiarme por episodios (para mí es muy importante la puntualidad). Me desestresaba cuando el coche avanzaba y me ponía ansiosa en los embotellamientos. Cuando dieron las tres y cinco llamé al restaurante y pregunté si la premio Cervantes ya estaba allí y contestaron que no había llegado. A las 3:15 marqué a su casa y una señora me dijo que ya había salido, que la acompañaba Martina (asistente de Dña. Elena), que iban caminando. Bajé del Uber a las 3:25 y en ese momento, aparecieron Elenita y Martina muy alegres. Martina se despido deseando que comiéramos rico y se fue.
         Una joven sonriente nos indicó nuestro lugar. Confieso que eso de hacerme la lady no había funcionado muy bien: La mesa estaba justo en la entrada, pegada a una pared donde a un metro de nuestras cabezas estaban empotrados unos candelabros de fierro negro que portaban tres velas gordas. Elenita les pregunto que si no tenían algo mejor. “Es lo único que hay”, dijo la muchacha. Resignadas, nos sentamos. Unos minutos después, las dos estábamos asustadas y con ganas de salir corriendo del restaurante.
 El mesero nos propuso de entrada unos pulpos a la gallega. De bebida ella pidió agua mineral y yo una limonada. También se nos antojó un gazpacho. De plato fuerte, doña Elena ordenó arroz negro con chipirones y yo un filete de huachinango con vegetales. Teníamos cerca de cinco minutos comiendo cuando oímos un estruendo y yo sentí un fuerte golpe en mi cabeza; vi sangre en mi mano derecha. Me di cuenta que mi plato estaba roto y los trozos de pulpo habían volado. Elenita estaba pálida e inmóvil. Lo primero que pensé era que se trataba de un sismo. Después ella me confesó: “Creía que nos estaban disparando, pero no entendía por qué seguía viva”. En seguida nos dimos cuenta que el candelabro de hierro, empotrado en la pared, se había caído sobre nuestra mesa y una de las velas gordas me había golpeado la cabeza. A partir de ese momento yo entré en un estado de confusión. Me dolía la cabeza y el orgullo; me palpaba un chichón en la región parietal derecha.
Hasta ese momento los comensales no habían visto a la autora de “La noche de Tlatelolco”; eso cambió con el estruendo: todos voltearon hacia nosotros y sin ninguna consideración comenzaron a desfilar los fanáticos de doña Elena, acomodándose para las fotos del Facebook. Todos le decían lo mucho que la admiraban. Mientras, alguien traía un botiquín y le daba los primeros auxilios a mi mano, la cual sólo mereció un curita. En cuanto las personas le dieron un respiro, Elenita, me dijo: “Vamos de aquí a los tacos de la vuelta”. A nadie le importó si estaba lastimada; únicamente querían la fotografía con ella.
         No salimos de allí. Un señor que comía en solitario nos ofreció su mesa. Empujadas por el personal y desconcertadas nos sentamos y volvieron a servirnos la comida. El jefe de meseros nos llevó una botella de vino tinto de cortesía. Le dijimos que no la queríamos e insistió. Terminamos tomando una copa de vino cada una. Apenas sí probamos la comida y después de pagar, salimos del restaurante. “Vamos a la casa, allí seguro hay chocolates”, me dijo. Me sentía extraña porque al ir caminando por las calles, sin importar los semáforos, los automovilistas le cedieran el paso a mi acompañante.
         A las cinco de la tarde: Caminamos sobre un invierno cálido. Al llegar a su casa la esperaban seis jóvenes. “Están haciendo un documental”, me aseguró.  Entramos a su casa y mientras ellos acomodaban las cámaras. Dña. Elena le dijo a Martina que nos preparara un té y que nos lo llevara al segundo piso de su casa. Allí me recosté en una sala donde, a través de un ventanal, se podían ver los limoneros y las buganvilias de su jardín. Vi un colibrí y como niña se lo señalé: “Aquí veo muchos pájaros, lo malo es ellos se confunden y creen que la ventana es continuación del cielo”, contestó. Mientras, su gato Monsi se paseaba por mi barriga, Váis su hermano lo veía desde lejos. Luego, mi vejiga reclamó descanso. Elenita me dijo que entrara a su baño, dentro de su recámara. Esa ha sido la única vez que me he sentado en el trono de una princesa.
         Veinte minutos después: Bajamos a la planta baja. El periodista Diego Osorno comenzó la entrevista. Se trataba de que la escritora describiera una fotografía que había tomado Pedro Valtierra en el año 1989; allí estaban, el dueño de la casa: Iván Restrepo; el entonces presidente Carlos Salinas de Gortari, Benjamín Wong Castañeda, Elena Poniatowska, Margo Su, Héctor Aguilar, Carlos Monsiváis, Granados Chapa, Gabriel García Márquez y León García Soler. El documental se titula “La muñeca tetona”. El nombre respondía a que en la fotografía también posaba una muñeca (tetona) de trapo a un lado de García Márquez. La entrevistada recreó los momentos de una cena con el presidente de México y comentó que por esa foto la habían acusado de ser “amigüita” (lo dijo así, con diéresis) de Salinas de Gortari. 
Todo ese tiempo me sentí obnubilada, extraña. Al terminar la entrevista una muchacha me pidió que le diera a firmar unos papeles a Poniatowska. Allí  se asentaba que ella renunciaba a cualquier derecho sobre la comercialización del documental. Se lo di y le aclaré: “Se trata de que no cobre nada”. “Nunca cobro”, contestó mientras firmaba.

         A las nueve de la noche: Me despedí con un abrazo de la Princesa Roja y de Martina. Aletargada, durante el regreso al hotel, veía el correr de las luces, los coches y la gente. No podía ver las imágenes con claridad, lo único que recuerdo es un anuncio de neón que me hizo sonreír: “Gilipollos”; claro, vendían pollos. Llegué al hotel a las diez. Después, me quedé dormida durante nueve horas seguidas.

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