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Nació en Francisco I. Madero, Dgo. El peor de los pecados es su primer libro de cuentos.Ha recibido el Premio Estatal de Periodismo Cultural “Armando Fuentes Aguirre” en los años 2000 y 2015 y el Premio Estatal de Periodismo de Coahuila, 2016 y 2017. Escribe cuento y ensayo. Es colaboradora regular del periódico El Siglo de Torreón. Su entrevista con Elena Poniatowska fue traducida al griego y publicada en la revista Koralli de Atenas. Ha publicado en diversas revistas nacionales y libros colectivos. Perteneció al taller literario de Saúl Rosales; es médica egresada de la Facultad de Medicina de Torreón, UA de C. y estudió la Maestría en Apreciación y Creación Literaria en Casa Lamm en la Ciudad de México.

sábado, 2 de julio de 2016

ERAN TAN BUENOS

Cuadrado negro de Malévich, ¿Qué fue lo que le dijo Dios? 


Antes de saber lo que ahora saben, ellos eran buenos. Creían que el pronunciar ciertas palabras podría herirles la boca o la consciencia; jugaban en la tierra y con los árboles. La vida los enamoraba con el canto omnipresente de la paloma torcaza y del gallo vespertino. Los hermanos eran amigos y se querían con un amor dulce y perfecto. Se cuidaban entre sí, aún en el desacuerdo. Se protegían unos a otros. Qué alegría estar juntos, compartir la mesa, reír y amar a los padres en coro. En el verano infantil  llovía mucho y en el choque de la lluvia, la abuela les decía que en los charcos había soldaditos saltando y ellos los veían. Y sólo para que los amenazaran con que iban a enfermarse, se empapaban con el agua del cielo. Desbordados, aquellos chiquillos gritaban entre brincos de cama y  recreos de rondas infantiles. En aquel caserón de techos altos y zaguán, eran buenos. Se amaban.
El padre tenía que trabajar duro para ofrecerles lo mejor que podía. La madre hacía lo propio en la cocina o lavando la ropa o planchándola. Ella, les cosía, en su máquina Singer, vestidos hermosos a sus niñas, a esas niñas que hacía llorar cada vez que las peinaba. Los niños corrían por el campo verde adornado con  flores amarillas. Andaban en bicicleta, jugaban a las muñecas, al trompo o a la canica. No había distinción: el privilegio del niño era el de la niña. Aunque las cosas fueron cambiando lentamente cuando se vislumbraba la adolescencia: “la mujer debe de cuidarse más”. A veces hubo tristeza en ese hogar, pero ésta no se expresaba con enojo; la tristeza estaba llena de bondad.
         Se paseaban por la plaza del pueblo antes de ir a por el pan recién hecho. Cuando la compra había sido surtida, se peleaban porque todos querían comer conchas en lugar de cochinitos o polvorones. Los niños se subían a la higuera para platicar y comer higos hasta sentirse sofocados; bajaban con la piel irritada porque: “las ramas de la higuera producen comezón”. Era algo cotidiano, subirse al árbol de moras (que en ese tiempo no era “la moral”) y bajarse con manchas en la ropa que no se quitaban con nada, igual que las del jugo de granada. Y luego, con frijoles en la mano acudir a gritar lotería o por las noches de vacaciones jugar turista, ese juego de mesa que los volvía comerciantes y viajeros. Así, se contaban chistes sin gracia y reían hasta la madrugada.
         Cuántos hermanos eran, no se sabe. Se fueron perdiendo entre los engaños de la vanidad. Unos en el pasado perfecto y otros en el engrandecimiento de los defectos. Todos, mujeres y hombres, llegaron a viejos y no sabían con claridad quiénes eran, pues era cierto que llevaban un primer apellido equivocado y eso los había confundido para siempre.
         Había varias teorías del porqué los hermanos habían perdido su nobleza; pero la verdadera razón había sido porque alguna vez escucharon la historia de dos hijos de Adán y Eva, que decía:
“Un día, Caín invitó a su hermano Abel a dar un paseo, y cuando los dos estaban ya en el campo, Caín atacó a su hermano Abel y lo mató. Entonces el Señor le preguntó a Caín:
—¿Dónde está tu hermano Abel?
Y Caín contestó:
—No lo sé. ¿Acaso es mi obligación cuidar de él?
El Señor le dijo:
— ¿Por qué has hecho esto? La sangre de tu hermano, que has derramado en la tierra, me pide a gritos que yo haga justicia. Por eso, quedarás maldito y expulsado de la tierra que se ha bebido la sangre de tu hermano, a quien tú mataste…”

         Aquella historia horrorizó a los chiquillos, pero al mismo tiempo les hizo contemplar las posibilidades que pueden existir en las relaciones entre hermanos. No siempre serían de generosidad. Y Dios, que entonces era un lugar seguro, se convirtió en incertidumbre o en franca inexistencia… (Fragmento de mi cuento: “¿Qué fue lo que te dijo Dios?”)

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