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Nació en Francisco I. Madero, Dgo. El peor de los pecados es su primer libro de cuentos.Ha recibido el Premio Estatal de Periodismo Cultural “Armando Fuentes Aguirre” en los años 2000 y 2015 y el Premio Estatal de Periodismo de Coahuila, 2016 y 2017. Escribe cuento y ensayo. Es colaboradora regular del periódico El Siglo de Torreón. Su entrevista con Elena Poniatowska fue traducida al griego y publicada en la revista Koralli de Atenas. Ha publicado en diversas revistas nacionales y libros colectivos. Perteneció al taller literario de Saúl Rosales; es médica egresada de la Facultad de Medicina de Torreón, UA de C. y estudió la Maestría en Apreciación y Creación Literaria en Casa Lamm en la Ciudad de México.

sábado, 23 de abril de 2016

Estepa y ¿Por qué tenías que hablarme del gato?

Este es Arno, el gato de Silvia

Me dio mucho gusto que el maestro Saúl Rosales me invitara a participar en la nueva edición Estepa del Nazas. Desde hace casi veintidós años se ha venido publicando esta revista, y aunque ha tenido algunos periodos de silencio, es un referente para conocer la literatura que se hace en La Laguna.
         En el más reciente número participé con un cuento que se titula “¿Por qué tenías que hablarme del gato?” es un cuento simple y recurrí a la forma epistolar para desarrollarlo, además escogí un narrador masculino. Enseguida les traigo un fragmento del cuento. Espero busquen Estepa y lo lean completo; allí encontraran textos muy interesantes de escritores laguneros. Aquí el fragmento:
Querida María:
Te escribo por prescripción médica. Según el psiquiatra tengo que hacer un recuento de lo que fue mi vida contigo y compartírtelo. Él dice que esto es necesario para que su tratamiento tenga éxito. Para que yo pueda retomar, definitivamente, la vida de manera normal; es decir, sin ti. Sólo sigo sus instrucciones. Quiero que quede claro que es el tratamiento, y no otro, el motivo de esta carta.
Hace exactamente un año que me dejaste. Con el pasar de los meses, y, quizá con la ayuda del psicoanalista (no estoy muy seguro) casi no me acordaba de ti. Pero tú, fiel a la costumbre de contradecirme, te dio por volver. No sé para qué. Pasaban días en que en mi imaginación aparecía poco tu rostro. Tu rostro, ése que era más hermoso cuando estabas triste. Sí, un efecto extraño ejercía la tristeza en tu semblante que te embellecía: tu nariz se afilaba, tus ojos adquirirían un efecto deslumbrante y la seriedad en tu boca se trasfigurada en sensualidad. Me estremezco nomás de recordar la postura que tomabas cuándo estabas triste. Te sentabas en cuclillas en el sillón, abrazabas tus piernas y tu mirada se iba al infinito. Tu infinito, ese misterio que jamás pude descifrar, por más que lo intenté. ¿Qué ves? ¿Qué tienes? ¿Qué piensas?, te preguntaba. Siempre respondías: “Nada”. Mirabas hacía adentro de ti. Cuando eso pasaba me daban ganas de tomarte y hacerte el amor.
         Te conocí en aquella reunión en la que, dirigidos por un chamán, tomamos ayahuasca. Ernesto, nuestro amigo en común, había actuado como Celestina. Él me había hablado de lo maravillosa que era María, una compañera del trabajo. Cuando le cuestioné el porqué de que no fueras su novia, respondió: “Es ideal para ti, no para mí”. Ya conoces a Ernesto, siempre me molestaba porque yo rebasaba los treinta y cinco y nunca había tenido una relación duradera. Me reía. La verdad es que no había encontrado a una mujer como tú, que me gustara para estar más de tres meses con ella y menos que fuera merecedora de ser la madre de mis hijos. Hasta que te conocí. Me sorprendió que te enojaras cuando te dije que deberíamos de tener hijos. Debí suponer que nunca ibas a complacerme. Deseaba tener un hijo y contigo sólo tuve un gato.

         […] Yo te hacía el amor, tú no hacías nada. Dejabas que te amara. Hasta que apareció el gato. Te despidieron del empleo y una de tus amigas, para consolarte, te regalo un gato bebé. Era blanco y tierno. Tierno, como todo bebé. Tu amiga dijo que era gata y la bautizamos con el nombre de Gertrudis. La Trudy por aquí, la Trudy por allá. Aunque, unas semanas después la llevamos al veterinario para que la vacunara y nos dijo que no era gata sino gato. De todos modos Trudy, fue el nombre. El gato trasfiguró tu cerebro. Ya casi no teníamos sexo y desde que llegó a nuestro hogar no paraste de hablar de él. Los primeros días lo alimentabas con un biberón de muñeca. Era tu hijo. Todo aquello era relatado como el gran acontecimiento de nuestras vidas. Esas miserias cotidianas se volvieron la razón de tu vida. Pasaban los días. Al llegar por las tardes al departamento me esperaba la narración de las actividades felinas. Qué sí estuvo adolorido porque lo castraron, qué si rasguñó el sillón…