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Nació en Francisco I. Madero, Dgo. El peor de los pecados es su primer libro de cuentos.Ha recibido el Premio Estatal de Periodismo Cultural “Armando Fuentes Aguirre” en los años 2000 y 2015 y el Premio Estatal de Periodismo de Coahuila, 2016 y 2017. Escribe cuento y ensayo. Es colaboradora regular del periódico El Siglo de Torreón. Su entrevista con Elena Poniatowska fue traducida al griego y publicada en la revista Koralli de Atenas. Ha publicado en diversas revistas nacionales y libros colectivos. Perteneció al taller literario de Saúl Rosales; es médica egresada de la Facultad de Medicina de Torreón, UA de C. y estudió la Maestría en Apreciación y Creación Literaria en Casa Lamm en la Ciudad de México.

sábado, 6 de febrero de 2016

LAS VERTIENTES DEL SILENCIO O EL GERMEN EN DONDE ENRAÍZAN LOS SECRETOS


Una publicación de El Siglo de Torreón. Avances del libro en la imagen

La siguiente reseña la escribió, hace algunos años, mi amiga Magda Madero G. sobre mi libro El peor de los pecados. Gracias Magda, también, por trabajar tanto en la edición.
Son treinta y nueve las narraciones contenidas en El peor de los pecados, libro de cuentos de Angélica López Gándara, nacida en Francisco I. Madero, Durango, y titulada de Médico por la Universidad Autónoma de Coahuila.
El libro está dividido en cuatro partes. Después de leerlo, podemos decir que la autora ha logrado, a través de una prosa lúdica, inteligente y acertada, narraciones que, tras una aparente inocencia, revelan aquello que muchas veces esconde el ser humano. Su oficio como escritora se hace patente cuando encuentra el vocablo adecuado y sorpresivo que nos indica que estamos ante una obra donde no sólo se nos cuenta algo, sino donde advertimos el esfuerzo por reinventar un modo de decir. Así, con imaginación y disciplina, la autora ha logrado una particular manera de narrar en estos textos que se mueven entre lo manifiesto y lo que no lo es.
Angélica López Gándara no ha puesto la mirada en adjetivos y vocablos pomposos propios de siglos pasados; tampoco ha intentado desfigurar con orlas innecesarias el lenguaje. Su prosa es novedosa pero no llega a los excesos de exterminio en los que incurren algunos reinventores del lenguaje que terminan por volverse túmulos sagrados de la incomprensión.
Los textos de esta autora se desarrollan como en una ausencia que gravita y nos arrastra más allá del lenguaje, más allá del germen donde enraízan los secretos. Su mirada es de soslayo, reflejo en el espejo.
La temática de las narraciones es variada. Cada una impone su huella, su propio desafío. Así, sucumbimos al juego de palabras que se crea entre Elpidio y su relación con el agua; nos indigna la depresión, la miseria, las falsas ilusiones y la esperanza fallida de los pobres representados por Teresa; entendemos el milagro de la música en el corazón abatido por el desencanto y la falta de motivación de un médico italiano que experimenta con corazones de perros; nos angustia el antojo por la muerte, el suicidio como tentación provocada por la grisura de la vida, por el desgano existencial, por la fatiga de vivir; nos enternecemos con la historia que de su abuela narra una nieta a través de un álbum con fotografías; nos contagia el deseo de ser como el Scrooge de Dickens para evadir la responsabilidad porque, como la autora dice, “A veces ser bueno es muy fatigoso”. 
En este libro también se habla de la solidaridad de las mujeres, de la inconformidad del ser humano con su circunstancia, de cómo la imaginación es más poderosa que la realidad, de los festines en que se convierten los sepelios, de cómo el mundo de la literatura se presta para que se exhiba el esnobismo y la mala educación, de cómo es más apetitoso lo que no se tiene, de la dependencia que hay entre víctima y verdugo, de la ignorancia y la idolatría que hay en el ser humano, del patetismo de la ancianidad dependiente y la desintegración de eso que, desde que nace, el ser humano empieza a alimentar: la memoria, la inteligencia. También encontramos la adicción a la tristeza de un “tú” sin nombre que no es otro que el “tonto de abril”; de cómo la libertad debe enrejarse para que no se vuelva peligrosa y de cómo la vida transcurre de prisa con sólo observar algunas fotos del recuerdo o de cómo dos personas, hermanadas por un diario y una coincidencia, recorren el camino de la esperanza hasta plantarse en el de la cautela que las lleva a no pedir nada ya que los deseos no se cumplen; de cómo es intenso el dolor que dejan los animales cuando se mueren  y de cómo la naturaleza no tiene moral cuando de “incesto” entre ellos se trata.
Angélica dota a cada objeto de una vitalidad propia. Sus historias son vertiginosas; juega con el tiempo. Las mudas de narrador son interesantes y lo hace con facilidad. Nos detendremos en algunos de sus cuentos para apreciarlos más de cerca:
La autora tiene razón cuando en la primera página de “Palabravejera” afirma que, “Todos vivimos en prosa”. Es que cuando se vive de esta manera, se advierten fenómenos, muchas veces no tan obvios como la ignorancia, la banalidad, el amor, la lujuria, la frustración, el miedo, el desconsuelo, el lenguaje podrido y todo aquello inmerso en la cotidianidad donde no nos queda más remedio que coincidir con ella cuando dice que la desilusión recoge lo que la mirada tira, y que “La culpa es de los días mezclados, de las horas sin oxigenación”. En el juego de palabras que conforma este cuento, Angélica construye una fantasía que sostiene una realidad que nos llena de congoja. Acaso la literatura sea eso: un montón de palabras descompuestas, de sueños tirados a la basura.
Pero, ¿cuál sería el peor de los pecados? ¿Ser infiel? ¿Dudar? ¿Elucubrar en el vacío? La frase de Borges en el epígrafe de la segunda narración que da título a este libro dice: “He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer. No he sido feliz”. Sin embargo, este cuento da para más interpretaciones si ensartamos la atención en la palabra “supongamos”, que, por reiterativa, podemos considerar un leitmotiv: el peor de los pecados podría ser, entonces, suponer. Suponer lo que piensan, sienten y hacen los demás y darles la credibilidad suficiente como para tomar represalias, es decir, para vengar, para devolver el supuesto golpe imaginado por uno verdadero lleno de la baba maligna que rodea a toda mala intención. Éste puede, entonces, ser también el peor de los pecados porque, cuántos de nosotros nos hemos equivocado al suponer esto o lo otro y nos vengamos por adelantado por lo que, por imaginado, damos por un hecho. En este caso, es Margarita, la que divaga mientras espera el regreso del motivo de sus sospechas: su marido. Supone y supone y supone que él le es infiel. El leitmotiv “supongamos”, abruptamente es violentado por el hecho: “No supongamos nada. Es un hecho. Hice lo que creo que tú hiciste. Cómo no se me ocurrió antes. Te pago con la misma moneda. ¿Con quién? Me dediqué a buscar el instrumento de mi venganza.” El hilo conductor no afloja. La narración se enrosca en la desconfianza y en la venganza. ¿Es la desconfianza un síntoma del amor o, es, más bien, un buen pretexto para no amar? El final sorpresivo nos deja la idea de que hay peores pecados que la infidelidad. Las ricas vertientes de este cuento ponen en evidencia la perversidad del ser humano y develan mucho de su ser.
Los cuentos de Angélica, algunos más pequeños que otros, y, otros más complicados que unos, no pretenden, para nada, ser explicativos. Podemos decir que, en su mayoría, tienen la virtud de dejarnos un enjambre de sensaciones flotantes y una intención que no mora en la superficie como un lector poco avezado podría suponer. Es la famosa doble historia que no dice, que no señala, que no juzga, pero revela. Nada es más engañoso que el silencio. Es la trampa del significado oculto, desnudo. La desnudez de un verbo que procura los silencios es la propia vestimenta de su significado, y de esta sutilidad emana su brillo. Así sucede con la palabra “poquito” del cuento “Palabras difuntas”, narración en primera y tercera personas del singular que narra la historia de Miguel Escandón, hombre que, al sufrir un accidente, pierde la capacidad del habla y el único vocablo que sale de sus labios es “poquito”. Miguel conoce a Aurora, mujer de la que se enamora a pesar de que sabe que ella no le corresponde de la misma manera. Además, descubre que está embarazada. La descripción del acercamiento amoroso es de una belleza digna de repetirla en este trabajo: “Solitarios en casa de mi tío, sin aviso alguno, Aurora me mostró dos hermosos volcanes que vertían una dulce leche, y yo, con mi único fonema susurraba en todo su cuerpo, primero tan despacio y luego tan rápido, hasta que mi tara se fue y nos dejó solos. Yo paseé por cárcavas y colinas. Y en su vientre, al que había adivinado como un valle, encontré una pequeña loma dividida por una franja oscura. Mientras ese cuerpo chismoso me contaba su secreto gestante, recorrí cimas y simas de una bella mujer de treinta. A pesar de todo, después de cinco años Aurora me gusta tanto.” Esta narración, en el anverso que es la forma, dice mucho. Para empezar, lo poquito que son los seres con una discapacidad y lo difícil e importante que es la comunicación en un mundo donde todos nos burlamos de todos. Con dos narradores, Miguel Escandón y Aurora Bracamontes, la autora juega con los pronombres personales, con la primera y la tercera personas del singular: el “yo” se vuelve “tú”, o, “él”, incluso. También hace malabares con los géneros porque, lo que empieza con Miguel, termina con Aurora. En el último párrafo, los géneros se diluyen; no importan. Ya no sabemos quién habla: “él” puede ser “ella” o puede ser cualquiera de nosotros en una narración donde todos nos parecemos y nos encontramos. Por si fuera poco, añade la siguiente frase como quien no quiere hacer evidente una realidad aplastante: “Hay perros y cerdos libres en las calles bañándose en los charcos”. Estos dos narradores que se turnan, Miguel y Aurora, se engañan y son felices porque no siempre la verdad tiene un rostro hermoso. Así, sin decirlo más que en la forma, juega con lo falso y lo verdadero para, al final, transmitir la sensación de que lo falso es verdadero, pero que no por falso deja de ser hermoso. La autora lo dice así: “La vida también es eso: falsedad, y tiene un rostro hermoso.” De esta manera, nos deja la idea de que la vida se desenvuelve placentera en medio de las limitaciones incluso para los que se mienten, para los que son “poquito”, para los que no aspiran a más que a lo que la vida les ofrece.
En sus cuentos, López Gándara no quiere delatar sino sugerir, señala sin levantar la mano, acusa casi en silencio, muestra esa otra cara del ser humano que se dice y nos dice. Sus cuentos no son impositivos sino al contrario, se descubren con la sencillez de un campo lleno de un verdor donde el gris y el amarillo también son poderosos y así lo comprobamos en la narración “Una barriga y don Abundio”, donde la autora juega con las convenciones, incluso las denominadas “sagradas”. El buen humor es uno de sus ingredientes. Así empieza: “Abundio el padre, Abundio el hijo y Abundio él, de espíritu no santo.” Para ello se sirve de eso que tantos complejos causa a quienes la padecen: una barriga. Y hay que fijarse bien que es una barriga y don Abundio, no la barriga de don Abundio ni Abundio y su barriga. No. El orden es contundente y nos preguntamos por qué. Con una vestimenta de inmovilidad, desde atrás, en esa ruptura de silencio desde donde gravitan sus códigos personales, la autora nos lleva hacia el foco de atención que es la barriga de Abundio que, por lo demás, nació priista y es devoto de la Virgen de Guadalupe. Está casado y sus seis hijos han portado, desde recién nacidos, una pequeña medalla con la imagen de su devoción. “Tiene dos gustos: uno a plena luz llamado comida y otro a plena oscuridad llamado Rosita”. Lo que revela este cuento esta oculto entre líneas. La doble vida que, con naturalidad, muchos llevan; la mitomanía convenida como una forma de ser y el ser que se miente a sí mismo mientras comercia con el “amor”. La autora así lo dice: “Cada tarde de sábado gozaba de un encuentro amoroso con Rosita. Ella siempre con motivos de sufrimiento monetario. Mercadeaban dinero por juventud; ofrecían cada uno lo que les sobraba para recibir lo que les faltaba.” p. 50 Y, mientras la barriga de Abundio crecía, la de Rosita también empezó a abultarse. El exceso de comida y un infarto, acabaron un día con la vida de Abundio. Cuando el inconfundible hijo de Abundio y heredero de sus ojos azules nació, a Rosita no le quedó más remedio que convertirlo en su hermano menor. Es así que este cuento revela las cosas que se gestan a la sombra, frente a los convencionalismos sociales y las creencias religiosas. La hipocresía de las buenas costumbres o, mejor dicho, de las falsas conciencias. Ahora sí podemos entender porqué Angélica le puso a su cuento “Una barriga y don Abundio”; ahora no nos queda duda de lo está lleno ese foco de atención llamado la barriga de Abundio. El enigma está resuelto.
Como Angélica López Gándara es médico de profesión, resulta interesante la manera en que lleva de la mano sus conocimientos de medicina y cómo juega con la terminología médica a la que da un sentido literario tal como sucede en “Cardiaca”, narración que es toda una clase de “cardiología literaria”, por cierto, muy instructiva. El cuento pone en evidencia la nada que somos cuando ese órgano deja de latir. 
Hay que resaltar el ludismo de la autora en varios cuentos: “Un hombre agüitado” es uno de ellos. “El pajarraco ladrón” es también una juguetona narración que toma como base “La urraca ladrona” de Rossini. “El burro del carromato” es otro breve texto con buen sentido del humor al que ella agrega su dosis de sabiduría.
La autora también maneja bien el suspenso como podemos comprobar en el cuento “Los genes del mal” donde, además, hay que resaltar la magnífica atmósfera que impregna la narración. Otro cuento de suspenso aunque más pequeño es “Toqué pero no me abrieron”.
Las preocupaciones sociales, económicas y políticas también están presentes. Así lo vemos en “El íncubo de Teresa”, narración que trata sobre la esperanza del personaje en un trabajo que aniquila y donde la enajenación, la ignorancia y la miseria, son siempre ingredientes manejables e indispensables para los más “vivos” que aspiran al poder.
Llama la atención la manera como Angélica López Gándara sustituye los nombres propios por nombres que surgen de la situación de los personajes en varios de sus cuentos.
En fin, es en este tono, con esta forma y con un estilo muy propio donde, gracias a un lenguaje pulido y trabajado que visiblemente trata de escapar a la opresión del uso, que Angélica López Gándara nos deleita con estos cuentos, sencillos en la superficie, complejos y reveladores en sus profundidades.                   

(Texto leído el 26 de mayo de 2010, día de la presentación del libro El peor de los pecados).