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Nació en Francisco I. Madero, Dgo. El peor de los pecados es su primer libro de cuentos.Ha recibido el Premio Estatal de Periodismo Cultural “Armando Fuentes Aguirre” en los años 2000 y 2015 y el Premio Estatal de Periodismo de Coahuila, 2016 y 2017. Escribe cuento y ensayo. Es colaboradora regular del periódico El Siglo de Torreón. Su entrevista con Elena Poniatowska fue traducida al griego y publicada en la revista Koralli de Atenas. Ha publicado en diversas revistas nacionales y libros colectivos. Perteneció al taller literario de Saúl Rosales; es médica egresada de la Facultad de Medicina de Torreón, UA de C. y estudió la Maestría en Apreciación y Creación Literaria en Casa Lamm en la Ciudad de México.

lunes, 31 de agosto de 2015

PONIATOWSKA: DE PRINCESA AZUL A PRINCESA ROJA


Elena Poniatowska con Váis.

Mujer de seis nombres y de más de cuarenta libros escritos; ganadora de docenas de premios y del máximo de la literatura en español: el Premio Cervantes 2013. La generosa, la sonriente, la que vive en una casa tapizada de libros. Una “Quijota” sin la razón extraviada; ella, Hélène Elizabeth Louise Amélie Paula Dolores, hija del príncipe polaco Jean E. Poniatowski y de Paula, la mexicana que le dio el mejor apellido posible: Amor.
Elena Poniatowska Amor, nació en París, Francia, y a los diez años de edad llegó a México. Huía, junto con su familia, de la segunda Guerra Mundial. Una escritora que, siendo princesa, le importó más la aristocracia intelectual de sus dos gatos por eso les dio los títulos de: Monsi y Váis, en honor a su amigo Carlos Monsiváis. Prefirió ser “La Princesa roja” que ser una princesa azul.
Poniatowska es una escritora y periodista de izquierda, sabe mirar hacia abajo, hacía los pobres. Y para contrastar, se casó con alguien que miraba hacia arriba, que tenía los ojos pegados al cielo: el astrónomo mexicano Guillermo Haro (1913-1988). Tiene tres hijos: Emmanuel, Felipe y Paula.
Llegué puntual a la cita en su casa de Chimalistac, en el D.F. Era un tibio lunes y yo iba en plan de preguntarlo todo.Martina, la ayudante de Poniatowska, me abrió la puerta y entré a un jardín de jacarandas y bugambilias. Vi a Shadow acostado en una banca; el perro negro de raza labrador que tiene ojos de bondad. Después, Martina, me sentó en la sala ante un: “Ahorita baja la señora”. La autora de Las palabras del árbol, vino conmigo y fue muy amable. Conversamos bajo la supervisión de Monsi y de Vais que se paseaban por nuestro regazo o por nuestros hombros. Pregunté:
Elena Poniatowska con Monsi

 ─ ¿Cómo visualiza el periodismo actual en México?
 ─ Yo toda la vida he trabajado con periódicos contestaríos, de combate, como son La Jornada y Proceso. Siempre he escrito artículos contestatarios. Los visualizo como órganos de indignación y de protesta.
 ─ ¿Cree que el periodismo en México va bien encaminado, cree que realmente está ayudando a la sociedad?
─ Bueno, el periodismo en el que yo creo sí. El otro, pues, simplemente sigue haciendo lo mismo, son un negocio más de personas que defienden sus intereses económicos.
 ─ ¿Cómo cree que el periodista debe protegerse para no ser noticia, ya sea por despido (por censura) o, peor aún, por asesinato?
 ─ Sí, acaban de asesinar a Rubén Espinoza junto con cuatro mujeres, por lo cual todos estamos muy indignados. México es el país en donde más se mata a periodistas. Es una cantidad enorme la de periodistas que mueren por hacer su trabajo. Lo que tiene que hacer el gobierno es darle garantías. Esa es la única forma. Y desde luego, lo primero sería que no viviéramos en un Estado corrupto. Porque la protección de los periodistas sólo se da en un Estado democrático que acepta la crítica, algo que, obviamente, no sucede en México. Porque los periódicos que critican siempre están sujetos a muchas represalias.
 ─ ¿Cree que no hemos avanzado en cuanto a la libertad de expresión?
 ─ Bueno, si se matan cada vez más periodistas, eso habla muy mal de la libertad de expresión.
─ ¿Se ha olvidado el 2 de octubre?
No, se habla mucho del 2 de octubre. Los políticos hablan mucho de eso porque “lo que no fue en su año no fue en su daño”. En cambio no dicen nada de Ayotzinapa, no hablan de los 43 normalistas asesinados. Se agarran del pasado para no hablar del presente.
 ─ ¿Cómo pasó de ser una princesa de sangre azul a ser “La Princesa roja”. Cómo es que se sintió solidaria con la izquierda?
─ Yo creo que al ser periodista puede hacer muchísimos reportajes sobre la vida de la gente y entrar a muchos sitios de los que no hubiera entrado de no ser periodista. Así puede tener conciencia de muchos hechos y una capacidad de indignación que sigo cultivando.
 ─ ¿En un inicio tuvo que ver la señora Josefina Bórquez?
─ Sí, es la protagonista de mi novela Hasta no verte Jesús mío. Ella era una mujer que estuvo en la Revolución. Era una soldadera que me contó su vida.
 ─ ¿Su trabajo con el antropólogo Oscar Lewis la influyó para sentirse cercana a los pobres?
No, yo trabajé un mes con Oscar Lewis, pero no influyó en mí porque eso fue antes de que yo escribiera. Pero de todos modos sí leí sus libros Los hijos de Sánchez y uno que se llama Pedro Martínez que era un campesino de Tepoztlán que se vino a vivir al Distrito Federal cerca de la cárcel de Lecumberri.
 ─ En su novela La piel del cielo, usted denuncia lo difícil que es el desarrollo científico en los países latinoamericanos. ¿Tuvo que ver con el trabajo de su esposo?
─ La piel del cielo es una novela de ficción pero cuando salió publicada todo mundo me preguntaba que si era por mi esposo, pero no es así y por eso mismo hice una biografía de Guillermo Haro, bien documentada que se llama El Universo o nada y que la publicó Editorial Planeta. Una de las cosas más valiosas que él hizo fue impulsar la ciencia mexicana y enviar a muchísimos jóvenes a universidades norteamericanas y europeas.
Por eso pienso que debería de haber más presupuesto para la ciencia, en lugar de que los políticos se enriquecieran. No hay ninguna razón para que un político salga de su puesto siendo millonario.
 ─ ¿Cómo ve el estado actual de la literatura mexicana?
─ Creo, en principio, que México es muy inferior a su pasado, no sólo en la literatura sino en el arte en general. Ya no hay un Diego Rivera, un José un Clemente Orozco, un David Alfaro Siqueiros, un Juan Rulfo, una Frida Khalo, un Carlos Fuentes, un Octavio Paz, un Jaime Sabines, un Carlos Monsiváis… Desde luego, entre los jóvenes de ahora puede surgir gente muy valiosa. Nada más que tenemos que esperar.
 ─ ¿De la literatura hecha por mujeres, cuál le gusta más?
─ Me parecen muy importantes Rosario Castellanos y Elena Garro y desde luego la mejor de todos y más grande poeta del continente americano: sor Juana Inés de la Cruz.
─ ¿Qué me puede decir del taller literario que usted dirigía?
─ Sí, duró mucho más de lo pensábamos, duro años y años. Fue hace más de 30 años en la casa de Alicia Trueba. Ella, construyó su casa en función del taller, incluso con un pequeño escenario porque le gustaba mucho la actuación. Algunas de las que acudían al taller ganaron premios importantes, estuvieron allí: Rosa Nissan, Guadalupe Loaeza, Silvia Molina, también Olga de Juambelz, la directora de El Siglo de Torreón. Olga es encantadora. Ella es una mujer con mucha seguridad, muy “echada para delante”;  hermosa y elegantísima. Su padre, Dn. Antonio, estaba fascinado de tener esa hija. La escuchaba con verdadero embeleso, estaba orgulloso de su belleza, de su alegría, de su inteligencia. Lo pude ver porque Dn. Antonio me invitó a comer dos veces a su casa, cuando fui a Torreón. Comimos con su esposa y con él y estaba encantado con Olga. Ella siente mucho orgullo por su periódico.
 ─ ¿Cuál es su mayor satisfacción y qué es lo que más le preocupa?
Mi mayor satisfacción es el premio Cervantes, que es considerado el Nobel en español. Ha sido una gran alegría. También me da mucha satisfacción mi relación con la gente, recibo muchísimo cariño. Lo que más me preocupa es seguir manteniendo mi salud, porque sin salud no puedo trabajar. Me cuido mal.
Después seguimos platicando un poco más y tomamos té.

México, D.F. a 17 de agosto 2015

sábado, 29 de agosto de 2015

ESTIMADO SR. VALENZUELA


Sr. Miguel Ángel Valenzuela de Santiago
Presente.-
Estimado Sr. Valenzuela:
Agradezco mucho la carta que amablemente me hizo llegar; en ella usted asegura que mi artículo “Borges, Jung y el I Ching” le provocó una reflexión y la necesidad de explicarme sus puntos de vista sobre el libro I Ching. Su mensaje también me hizo reflexionar porque me gusta discutir en el desacuerdo, desde luego, siempre y cuando el desacuerdo se sostenga en buenos argumentos. Aunque en este caso no podríamos discutir pues entre usted y yo no hay diferencias sustanciales de opinión. Además, la visión que tengo del libro de las mutaciones es muy reducida. Mi artículo nació de una simple observación que concluyó en que consideré relevante el hecho de que el poeta argentino Jorge Luis Borges y el siquiatra suizo Carl Gustav Jung hayan escrito para esta obra. Y como bien apunta: “deje ver mi asombro”, porque muchos consideran este texto como adivinatorio. Pero usted me dice que lo de “adivinatorio” es una percepción falsa, cuando la realidad es que desde hace más de tres milenios se ha consultado con ese fin. Sí, se ha utilizada para hacer preguntas del futuro y obtener respuestas. Está documentado que muchos gobernantes han recurrido a él para establecer estrategias de guerra. Por ejemplo, puedo citar al mongol Gengis Khan quien lo requería para saber cómo planear sus ataques. Yo no  digo que se trate de: “triviales asuntos del azar y prestidigitación” (no digo tales palabras) nunca hablaría así de un libro tan importante en la historia de la humanidad.
Sr. Valenzuela, usted manifiesta que la obra en cuestión es un gran estímulo para las funciones cerebrales y el computo de la memoria automática. No podría refutar tales afirmaciones ya que desconozco la magnitud de la influencia del I Ching, si bien conozco el poder general de los buenos libros y en especial de la poesía (el I Ching es poético, claro) y puedo vislumbrar que influyen el intelecto de las personas, pero no sabría establecer el poder de un libro en específico.
 Fuera de lo anterior, hay una parte de su mensaje que me entusiasmó y fue la siguiente: “En el I Ching encontramos las mismas posibilidades de respuesta del ser humano que la cantidad numeral contenida del ajedrez en sus 64 casillas y las distintas potencialidades al mover las piezas para responder al contrincante. Si multiplicamos progresivamente las casillas del tablero entre sí tendremos un número infinito, igual a las posibilidades de respuesta del ser humano (…) el infinito se divide en el ajedrez entre el blanco y negro y en el potencial cualitativo de cada pieza: peón, alfil, caballo, torre, rey y reina. Por lo que no existe magia o adivinación en ello, sino el estudio del comportamiento humano ante el cosmos y ante sí mismos. Hemos estado estudiando sus gestos, sus muecas según se mueva o conmueva el alma…” Considero que es la mejor parte porque con ésta se me develó otra coincidencia. Le explicó: cuando recibí su carta no tenía mis lentes a la mano (para mí es imposible leer sin ellos), entonces le pedí a mi hijo, Eduardo, que me hiciera favor de leérmela. Mi hijo es médico pasante y se ha abocado al estudio de la genética. Al estar leyendo él se sorprendió ante su aclaración de que el I Ching cuanta con 64 hexagramas y que igualmente el ajedrez tiene 64 apartados que si se multiplicasen entre sí progresivamente se tendría un número infinito, como usted lo señala. Al leer eso, mi hijo, me aclaró que el código genético también cuenta con 64 codones (imposible de explicarlo aquí), de manera que en el sinfín de posibilidades del genoma humano, o el eterno bucle del DNA, también existe un 64 como base. ¡Ah! El misterio de las coincidencias.
Sin más, me despido con la alegría de saber de usted.
Afectuosamente, Angélica

sábado, 15 de agosto de 2015

autorretrato castellanizado



Mis ojos, un océano. Mi  corazón, un abismo. Camino una calle conocida. Tengo en la mirada una versión limitada de Heráclito. El camino es y no es el mismo, igual que yo. Me resigno a lo que pasa, diciéndome: “Uno nace como puede y hace lo que alcanza. Y a veces ni eso”. No me duele nada ajeno (si es que existe algo que sea ajeno). Me duele lo propio; la sangre entremezclada con la mía. Aquella que bulle fuera de mi comprensión. Soy una mujer que sueña. Y el sueño incluye pesadillas.
 Me hubiera gustado nacer a los treinta y tres años como el “Altazor” de Huidobro, él que aseguraba: “Nací a los treinta y tres años, el día de la muerte de Cristo (…) Tenía yo un profundo mirar de pichón, de túnel y de automóvil sentimental. Lanzaba suspiros de acróbata.” Sin embargo, a mí me tocó nacer a los treinta y cinco. El profundo mirar de pichón me persigue. Muchas veces me he preguntado si soy culpable de ese nacimiento tan tardío; si  soy culpable de ser una mujer nacida después de tiempo; de ser producto de un parto postmaduro. Me fui formando poco a poco sin sentir el verdadero sentido de la vida, de la muerte. La inconciencia del nonato me cobijaba. Sé que no podría explicarlo pero un día un resplandor me golpeó la mirada y fue cuando dije: “He nacido”. Así, fue la mía una gestación prolongada y en ese tiempo de gravidez hablé mis primeras palabras y di mis primeros besos. Jugué, reí y exploré lo que pude. Encontré amigos. Luego fui a la universidad y después me convertí en una esposa y tuve hijos. Madre, dos veces madre. Al momento de mi alumbramiento descubrí los tormentos de mis padres y las confusiones de mis hermanos. Conocí a mis hijos, jóvenes de esperanza que me prodigan saberes. Hijos que creen que yo los he creado cuando han sido ellos los que me han ido dando forma. He sido el vehículo para traerlos al mundo. He sido receptáculo de su conocimiento, amor y queja.
 Hasta mi alumbramiento, la ignorancia me liberaba de toda culpa. Si hice bien lo que correspondía o si lo hice con defecto; estoy perdonada. Todos tendrán que perdonarme. Nací en una edad madura y me volví una de esas mujeres que se enternece con facilidad; una de ésas que se emocionan con actos cotidianos y repetidos como los atardeceres. Por eso creen que no sé qué es el pragmatismo. Dicen que no soy una mujer práctica porque me gusta la poesía y la música y en la tormenta finjo tranquilidad. Si no se entiende lo que digo, no importa. Soy la que sabe que en la inutilidad se puede vivir el sentido del todo. Estoy pegada al mismo cielo, a las mismas palabras, a los mismos conjuros. Siempre.
Quince años después de los treinta y cinco, reconozco el trauma del nacimiento: el deslumbramiento que siguió de la oscuridad. Oigo mi llanto. Recuerdo lo poco festivo que fue (que es) ese acontecimiento. Sin bautizo ni felicitaciones ni visitas ni un solo, ¿a quién se parece?. Todo pasó tan desapercibido y yo tenía hambre y tomé pequeños tragos del mundo. Comencé a probar y me quedé temblando con el “Arte Poética” de Vicente Huidobro: Que el verso sea como una llave/ que abra mil puertas./ Una hoja cae; algo pasa volando;/ cuanto miren los ojos creado sea,/ y el alma del oyente quede temblando./ Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra;/ el adjetivo, cuando no da vida, mata./ Estamos en el ciclo de los nervios./ El músculo cuelga,/ como recuerdo, en los museos;/ mas no por eso tenemos menos fuerza:/ el vigor verdadero/ reside en la cabeza./ Por qué cantáis la rosa, ¡oh poetas!/ hacedla florecer en el poema./ Sólo para nosotros/ viven todas las cosas bajo el sol./ El poeta es un pequeño Dios.”

Sí, quisiera cuidar mi palabra y buscar el verdadero vigor en mi cabeza. Ahora tengo claro el pensamiento: siempre habrá una oportunidad para volver a nacer. Y yo, ya llevo tres veces. 

lunes, 3 de agosto de 2015

EL ESPANTAPÁJAROS DE GIRONDO



Un día, me volví loca. Fui un estallido en el pecho; un colibrí en levitación. Me creí la mujer que volaba. Me creí, el espantapájaros de Girondo. Un día, ya no caminé: Fui el espantapájaros que la hace de pájaro. Perdí la razón y qué. Ni me dolió. La locura no duele, al menos no la mía. Todo eso era necesario si pretendía ser aquella mujer, de aquel poema, de aquel poeta argentino llamado Oliverio Girondo. Ése, que se nació en 1891, que se murió en 1967 y que se escribió versos titulados  “Espantapájaros” y que comienzan así:
“No sé, me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo;/ un cutis de durazno o de papel de lija./ Le doy una importancia igual a cero, al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida./ Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias;”
            Hasta allí, ya había olvidado que existían las arrugas y la ley de gravedad. Preocupada, me pareció excesivo eso del “aliento insecticida”. Pero ya que mi demencia iba en caída libre, regresé a los golpes de luz:
“¡pero eso sí! -y en esto soy irreductible- no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!/ Ésta fue -y no otra- la razón de que me enamorase, tan locamente, de María Luisa./ ¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos?/ ¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo
y sus miradas de pronóstico reservado?”
            Y quise ser como su María Luisa y viajar por el aire y deseé tener esos labios en abonos y las extremidades de pato. Pero no supe cómo tener “miradas de pronóstico reservado”. Sólo seguí comiendo ansiosa los versos:
“¡María Luisa era una verdadera pluma! Desde el amanecer volaba del dormitorio/ a la cocina, volaba del comedor a la despensa./  Volando me preparaba el baño, la camisa./ Volando realizaba sus compras, sus quehaceres.../ ¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando, de algún paseo por los alrededores!”
Y sí, volé por la cocina y sus alrededores, aunque tampoco fue posible ser del todo ligera como una pluma. Aun así me maravillaba:
“Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado. "¡María Luisa! ¡María Luisa!"... y a los pocos segundos, ya me abrazaba con sus piernas de pluma, para llevarme, volando, a cualquier parte.”
            También intenté, como María Luisa, llevármelo volando, lo abracé y me quedé muda. En ese momento mi locura ya no tenía remedio:
“Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia que nos aproximaba al paraíso;/  durante horas enteras nos anidábamos en una nube, como dos ángeles,/  y de repente, en tirabuzón, en hoja muerta, el aterrizaje forzoso de un espasmo.”
            Me sonrojé, si es que un pájaro pudiera hacerlo. No obstante, sé que la imaginación tiene grandes efectos fisiológicos. Y con la fisiología continué:
“¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera..., aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas!/ ¡Qué voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes.../ la de pasarse las noches de un solo vuelo!/  Después de conocer una mujer etérea,/ ¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre? / ¿Verdad que no hay diferencia sustancial entre vivir con una vaca o con una mujer que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?”
            Y tuve la tentación de una cinta de medir y una báscula pesa kilos que no pudiera darme una certeza y confirmará que yo era etérea:
Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender la seducción de una mujer pedestre,/ y por más empeño que ponga en concebirlo,/  no me es posible ni tan siquiera imaginar que pueda hacerse el amor más que volando.”

            Sí, un día me volví loca leyendo el poema “Espantapájaros” de Oliverio Girondo, e iba del asombro a la risa. Fascinada, la metamorfosis me llevó a la volatilidad.