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Nació en Francisco I. Madero, Dgo. El peor de los pecados es su primer libro de cuentos.Ha recibido el Premio Estatal de Periodismo Cultural “Armando Fuentes Aguirre” en los años 2000 y 2015 y el Premio Estatal de Periodismo de Coahuila, 2016 y 2017. Escribe cuento y ensayo. Es colaboradora regular del periódico El Siglo de Torreón. Su entrevista con Elena Poniatowska fue traducida al griego y publicada en la revista Koralli de Atenas. Ha publicado en diversas revistas nacionales y libros colectivos. Perteneció al taller literario de Saúl Rosales; es médica egresada de la Facultad de Medicina de Torreón, UA de C. y estudió la Maestría en Apreciación y Creación Literaria en Casa Lamm en la Ciudad de México.

sábado, 27 de octubre de 2012

MI FUNERAL

Vi por televisión parte del funeral del diputado priista por el Estado de México, Jaime Serrano, quien fue asesinado el 16 de septiembre de este año. Me sorprendió que en un momento de su despedida, las personas allí presentes, comenzaran a aplaudir. Un hecho que se está haciendo común en actos mortuorios. Antes solamente se les aplaudía a los actores o cantantes porque se entendía que estaban ante su última y definitiva actuación. Pero en el adiós a Jaime Serrano, no solamente aplaudieron sino que gritaron porras. “Chiquitibum a la bin bom ba, a la bio a la bao Jaime, Jaime, ra ra ra”. Nuestra conducta es cada vez más absurda y los caminos para mitigar el dolor son altamente teatrales. Eso del “ra ra ra”, apócope de ganará, se me hizo demasiado bizarro por ser dedicado a alguien que, en este mundo, ya no tenía ninguna posibilidad de ganar. Aquel infeliz, había perdido ante el filo de cocina de su esposa, que, sin pudor, era una de las porristas.
Ya no hay seriedad en nada. Ahora está de moda que cada vez que hay una sesión funeraria, en muchos casos, los parientes del fallecido mandan hacer pequeños objetos del recuerdo, como si de una fiesta se tratara: veladoras con la imagen del difunto, pensamientos, separadores de libros, etc. Por eso yo voy dejar muy claro como quiero mi funeral: nada de esas payasadas modernas. Qué les quede claro. Esa es mi última voluntad.
La muerte de personas cercanas, la enfermedad, los accidentes y ahora  la gran cantidad asesinatos, hacen que, sin poder evitarlo, uno piense en su propia fecha de caducidad; le pregunté a una amiga con 50 años de edad, que cuánto creía que viviría, y sin dudar, me dijo: “Llegaré a los 90”. ¡Vaya, gran ego! –pensé– Y es que, tanto ella como yo, tenemos ancestros que se extinguen después de los noventa años. Allí van, esas arrugas lentas; risueñas en momentos y renegadas en otros, hasta que un día de frío se les escapa el último aliento. Por consiguiente, esos funerales se hallan llenos de resignación y también de cierto agrado, porque se convive con la  parentela que regularmente no se ve y que les llamo “los parientes de difunto o casorio”.
            Igual que la mayoría de las personas, no tengo ni la mayor ni la menor idea de la forma en que perderé definitivamente la temperatura. No sé si resbalaré en el baño, si será en avión, en coche o como peatona. Si me tomará por sorpresa, sentada o de pie. O tal vez esperaré, enferma e impaciente, acostada en una cama de hospital. En fin, dejar de respirar tiene mil caminos.
            Pero, supongamos que muero por causas naturales, es decir, por vejez. Andará  una viejita pequeña con buen sentido del humor e indignada por tanta barbarie que cometemos los humanos. Y si no se me borran los archivos del cerebro, imagino que seré igual que todos mis ancestros. Yo misma me doy ternura. Entonces, aclaro a mis sobrevivientes que no voy a necesitar grandes consideraciones. En realidad no me importa mucho eso de sepultura o incinerada, pero para que no discutan: me incineran. No voy a pedir que mis cenizas vayan al mar o algún lugar exótico, hagan con ellas lo que se les antoje. Asistan a una pequeñísima reunión de despedida y sanseacabó.  Pero no quiero nada, nada de lo que ahora se acostumbra. Bajo ninguna circunstancia  me vayan a querer alentar con una porra, no me animaré, se los juro. No quiero aplausos, no los agradeceré. Supongo que las coronas floreadas serán inevitables. Aunque lo más triste sería no poder acudir a mi propio funeral, como a algunos les ocurre.
Deseo morir por intoxicación crónica de años, porque a pesar de todos los dolores colectivos e individuales que he padecido, quiero los días y las noches. Me gustan. También me he encariñado con los atardeceres. Si muero en la tercera o cuarta edad, estoy segura que me extrañaran aunque sea sólo en pequeñas ráfagas del pensamiento. Eso me hace sentir bien. Desháganse lo más pronto posible de todos mis objetos personales. Les prometo que trataré de no acumular demasiados.
            Ojalá que mi última sístole caiga un atardecer de viernes porque así podríamos aprovechar el fin de semana.