Mi foto
Nació en Francisco I. Madero, Dgo. El peor de los pecados es su primer libro de cuentos.Ha recibido el Premio Estatal de Periodismo Cultural “Armando Fuentes Aguirre” en los años 2000 y 2015 y el Premio Estatal de Periodismo de Coahuila, 2016 y 2017. Escribe cuento y ensayo. Es colaboradora regular del periódico El Siglo de Torreón. Su entrevista con Elena Poniatowska fue traducida al griego y publicada en la revista Koralli de Atenas. Ha publicado en diversas revistas nacionales y libros colectivos. Perteneció al taller literario de Saúl Rosales; es médica egresada de la Facultad de Medicina de Torreón, UA de C. y estudió la Maestría en Apreciación y Creación Literaria en Casa Lamm en la Ciudad de México.

sábado, 29 de octubre de 2011

POESÍA Y MÚSICA DE SAÚL ROSALES




El 20 de septiembre en el museo Arocena leí el siguiente texto con motivo de la presentación del libro del maestro Saúl Rosales Poesía de la música grande, acompañé al autor y a la maestra Natalia Riazanova. Hoy, la revista Siglo Nuevo publica parte de esta reflexión. (Foto cortesía de Graciela Guzmán)Aaron Copland en su libro Cómo escuchar la música señala que con frecuencia las personas que escriben sobre música son músicos frustrados. Sin embargo, creo se puede hacer la diferencia entre un músico frustrado y un melómano puro o auténtico; el primero se enoja o se queja cuando detecta alguna imperfección en la ejecución de una obra, en cambio el segundo disfruta, incluso, los pequeños errores que pudieran existir en un concierto (desde luego, estoy hablando de interpretaciones profesionales, de aquéllas que ante todo guardan fidelidad a las partituras). El melómano auténtico puede apreciar ciertos desatinos en alguna ejecución pero lejos de hacer alharaca o alterarse por ello, reconoce que la emotividad del artista a veces presiona demás una tecla o alarga un poco más el arco sobre la cuerda. Saúl Rosales en su libro Poesía de la música grande nos demuestra que es un melómano auténtico, él ama a la música y se deleita en ella desde la contemplación auditiva, porque aun siendo capaz de detectar diferencias en las notas de una grabación y los de una interpretación en vivo, siempre deja ver el gran placer que significa para él escuchar música.
En uno de sus artículos que tituló: “Concierto de guitarras dionisiacas” habla de la presentación del cuarteto de guitarras clásicas Andrés Segovia y explica los extremos entre las personalidades apolíneas y las dionisiacas, dice: “En el juego de dualidades, la personalidad dionisiaca goza los placeres sin contaminar su disfrute con racionalizaciones; en el lado opuesto, las personalidades apolíneas necesitan aplicar el conocimiento para completar el disfrute de lo placentero”. Así, aunque la conducta del maestro Rosales como oyente musical tratará de ser dionisiaco, pero en el desarrollo de su libro podemos comprobar que Apolo está muy presente en los juicios sobre cada una de las obras que describe.
Poesía de la música grande es un documento que permite constatar que aquí en Torreón, a partir de la creación de la Camerata de Coahuila, ha ido creciendo la importancia de la música a la que llamamos clásica, culta, seria, o de concierto pero que el maestro Saúl Rosales prefiere llamarla “música grande” por lo que escribe en el prólogo: “Este libro es un homenaje a la música grande, fugaz visitante del éter, que se entrega a los oídos como sonidos órficos y a quienes le dan vida”. Y en efecto con esta obra se festeja a los músicos de La Camerata de Coahuila, a su director maestro Ramón Shade, que en cada concierto entrega su capacidad y sensibilidad, a los que nos visitan a manera de partitura y a los músicos invitados que han venido a mostrar su talento. Reconoce el privilegio que tenemos en la Comarca de que hayan llegado músicos extranjeros a enriquecernos. Entre todos ellos destaca la presencia de Natalia Riazanova, “nuestra Natalia” como la llama el autor. De la maestra Riazanova recuerda que ella, violinista y directora rusa, estrenó aquí en México, y en Torreón, varias obras de su compatriota Dimtri Shostakovich. Igualmente, nos hace ver el brillo de Uliana Akátova, pianista rusa compañera de CD de Natalia. Habla también de otra rusa: Tatiana Marouchak que con su voz soprano nos acerca a poetas como Pushkin y a otros autores anónimos. De ella resalta la interpretación de “La Reina de la noche” de La Flauta mágica de Mozart.
Esta obra reúne sesenta y tres artículos publicados, en su mayoría en El Siglo de Torreón, casi todos en los años 1996 y 1997. Se trata de las crónicas de conciertos especialmente de la Camerata de Coahuila pero también da testimonio de otras presentaciones. Resulta atractivo percatarse de que en varias ocasiones el autor habla de la promesa del concierto y de su experiencia al escucharla en grabaciones, para después darnos sus impresiones de la interpretación en vivo. En Poseía de la música grande podemos apreciar asomos a las biografías de los compositores, así también se hace manifiesta la especial admiración que tiene el escritor por Beethoven no sólo porque es uno de los compositores más interpretados por la Camerata, sino porque en el sordo de Bonn está presente la manifestación del dolor trasformado en belleza a través de las notas.
Con este libro podemos dar cuenta que en Torreón se toca música no sólo de Mozart, Beethoven, Bach o Vivaldi sino que hemos podido apreciar a Schubert, Gluck, Bartok, Ginastera, Britten y a compositores mexicanos como Moncayo, Chávez y a músicos contemporáneos como el maestro Manuel de Elías quien ha compuesto para la orquesta coahuilense.
La música es el arte más completo. Es el único que en el mismo momento puede contener todas las emociones y en él se pueden fundir todas las artes. Baste ir a cualquier ópera. La pintura, escritura o escultura, son artes que pueden ser creados por un solo artista. En cambio la música para lograr ser necesita mínimo de dos: el compositor y el intérprete. Un compositor de música imaginará la conjunción de ciertos sonidos en espera de que otros artistas puedan ser fieles a su creación. Igualmente el intérprete se completará con el compositor. Aunque sabemos que muchos grandes compositores han sido también sobresalientes instrumentistas como Mozart, Beethoven y quizá el más famoso sea Paganini. No obstante, la trascendencia de la música siempre irá acompañada de los buenos ejecutantes y directores.
Felicidades al maestro Saúl Rosales por esta nueva aportación a las letras, por fomentar y dar testimonio de la música grande en nuestra región.

sábado, 15 de octubre de 2011

EL BAILE DE LOS VIEJITOS


Este texto no se trata de “La danza de los viejitos”, aquélla del folclor michoacano. No es ese divertido zapateo donde los bailarines simulan ancianidad con cuerpos encorvados y máscaras narizonas y de gran mentón. Se trata de un baile torreonense en el que los viejos son auténticos y no fingen nada.
Cada tres semanas, en sábado, voy a la Plaza de Armas. Acompaño a mi esposo a que lleve sus pares de zapatos a bolear. Alrededor de las 6 y media de la tarde quedo sentada en un banco de madera cercano al señor lustrazapatos. Mientras él hace lo propio yo alzo la mirada al frente. Me topo con el hotel que tiene las ventanas de las habitaciones abiertas hacía la avenida Morelos, alcanzo a ver uniformes de policías colgados y a veces a uno que otro policía sentado en la cornisa en postura aburrida o triste; no distingo la diferencia porque es lejos. Si veo al cielo encuentro palomas que en las tardes de más calor dan la impresión de volar lentamente. Cuando los grados centígrados son de más cuarenta todo se pone aletargado. Mis ojos llegan a la visión cercana. Veo otras palomas en el piso buscando comida, también hay gente caminando y otros más que toman una agua celis en un estanquillo. Recuerdo que hace muchos años algunas veces llegué a tomar esas extrañas limonadas, ahora no se me antojan porque la memoria me trae un sabor a limón pasado. Podría decir que nunca conoceré una agua celis hecha con un limón saludable.
Luego, mi mirada topa con una revista que en la portada parece inocente pero al abrirla es francamente pornográfica. El señor que limpia los zapatos me quiso prevenir con un reojo que gritaba: “No la vea”. Dejo rápidamente a las encueradas en su sitio. El banquillo donde estoy sentada es para señores, me queda claro. Otras veces al menos encuentro a El libro vaquero o el periódico amarillo. Esta vez no leeré literatura que sólo allí puedo ver.
Me fijo que el baile de los de la tercera edad está concurrido como siempre. Ahora no se oye el señor que grita: “Por favor, no se permite a jóvenes ni a borrachos bailar. Esta es una diversión sana para las personas de la tercera edad”. Sin embargo sucede algo extraño; las parejas no están bailando “Fue en un cabaret”, “Carmen, se me perdió la cadenita”, “Mambo No. 5”, y otras cumbias, chachachás y rocanroles. ¿Acaso únicamente vinieron a escuchar? Sólo unos pocos le ponen ritmo al cuerpo. Entre las parejas veo a un señor que nunca falta y que se parece a Rigo Tovar trae lentes oscuros y el pelo largo, de su cinturón cuelga una larga leontina que termina escondiéndose en el bolsillo del pantalón, baila con una rubia llena de exuberancias, no se parecen a las de la revista que acabo de aventar, pero de cualquier manera exuberancias se llaman. Me fijo que ambos traen un pequeño moño incrustado en la manga. Le pregunto al señor del puesto de tinta fuerte el porqué de éste y me dice: “Es que ahora les cobran cinco pesos por bailar, porque el Municipio ya no quiere pagar el sonido, entonces por eso traen distintivo. Cada día el listón es de diferente color para que no hagan trampa”.
No sé si el cobro en el baile de los viejitos de la Plaza de Armas dependa del Municipio ni sé si seguirán poniendo sus moños. Lo cierto es que me parece un acto miserable, ¿por qué cobran, si siempre ha sido una diversión gratuita? Pues aunque no lo crean hay parejas que no traen los 10 pesos del derecho de pista, por eso se quedan bailando nomás de los ojos. Desde luego, la cuota no es grande, pero si se toma en cuenta que se trata de personas que, en el mejor de los casos, reciben una pobre pensión y sumando el precio del camión y el agua fresca que hay que tomar porque de otra manera se insolan, entonces el costo del recreo aumenta. Llegué a pensar que ahora que los árboles están tan calvos y que el calor enferma, no les vendría mal un toldo. Claro, eso sería demasiado. Ojalá que al menos dejen de venderles listones para que los viejitos sacudan la osteoporosis.




sábado, 1 de octubre de 2011

ADICTA A LA COMPASIÓN

Confieso que fui adicta a la compasión. Me di cuenta de este problema desde niña. No entendía por qué me causaba tanto dolor ver a cualquier ser vivo en estado de desventaja. Llegué a llorar por un perro callejero que no me dejaron llevar a casa. Nadie puede imaginar mi sufrimiento. Recuerdo que cuando tenía seis años vi a una niña ciega caminar al lado de su madre y muchísimas noches estuve rogando a Dios para que le devolviera la vista. Por supuesto siempre con el corazón estrujado. En fin, estoy llena de historias, algunas jamás me atreveré a contar. He sentido pena ajena hasta en situaciones absurdas; una vez estaba en un concierto de música clásica, en un momento, la pianista se quedó paralizada porque olvidó las partituras. Como si fuera yo la olvidadiza, tuve que disimular mi shock emotivo, y que decir de la vez que en el ballet, la primera bailarina, se acostó involuntaria y violentamente en el piso; un sudor frío me recorrió la espina dorsal y al día siguiente aún me sentía extraña.
Empecé a darme cuenta de que el problema era grave cuando mis hijos, abusando de mi condición compasioncólica, acudían conmigo con sus ojos suplicantes y terminaba quitándoles el castigo que bien se habían ganado. La compasiva y su autoridad devaluada. Con los años a cuestas, intenté salirme de eso. Practiqué por ejemplo, con la señora que, aquí en Torreón, pide limosna desde hace más de 20 años. Aquella mujer de medias beige y cara de mártir, que recorre la ciudad alegando que tiene un hijo enfermo (que ahora es nieto) en el Hospital Infantil. Un día me topé dos veces con ella y aproveché para tratar de deshacerme de mi adicción. Le dije: “Oiga señora, ya le di dinero esta mañana. Usted sí puede trabajar”. La mujer contestó molesta con una palabra ofensiva de por medio dijo que a mi qué me importaba. Y me curé un poco. Hice lo mismo con el limosnero que se hace el mudo. Pero él sólo chisto.
Anduve luchando con la enfermedad, leí mucho sobre la compasión, unos libros decían que éste era un valor que nos hacía buenas personas y mejores cristianos, otros que era uno sentimiento dañino porque escondía una necesidad de sentirse superior menospreciando al otro. En conclusión no me quedó claro el grado saludable de compasión que todos deberíamos de tener, pero estaba segura que el mío no era bueno.
Sin embargo, llegó el día en que me curé. El tratamiento me costó quinientos cincuenta pesos. Cuando dejé esta adicción, el proceso duró varias horas, sentí el estómago lleno de ácido, los músculos contraídos, la mirada oscura y la conciencia obnubilada. De esta manera encontré el tratamiento: Tocó a la puerta de mi casa un señor y decidí no abrir. Una hora después, volvió al timbre el mismo. En esta ocasión sí le pregunté lo que se pregunta. Dijo que había visto que la cochera de mi casa estaba descompuesta por los cables rotos que se asomaban y que él era técnico en eso, que se llamaba no sé qué Meraz, pero que le decían “El Chino”. Me explicó el mecanismo del mal funcionamiento. El hombre era muy flaco y con mirada adolorida, se adivinaba que tenía sed. Mientras hablaba me mostraba sus palmas callosas y sucias: “Deme trabajo, soy gente honrada, ¿usted cree que estás manos son de ratero?, le cobro barato, en una hora lo arreglo, deme trescientos cincuenta y la dejo trabajando”. La compasión me llenó las mandíbulas, ¿cómo yo, una buena mujer no iba a darle trabajo a un padre al que esperaban unos hijos hambrientos? Además, sí se necesitaba la reparación. Y en contra de todo el sentido común que dictan las medidas de seguridad, oí de mi boca saliendo palabras en tono amable: “Está bien, pase”. Trabajó diez minutos y luego me llamó para decir que necesitaba una pieza que no funcionaba y que habría que preguntar el costo a la ferretería. Llamé al número que dictó y dijeron que la refacción costaba quinientos cincuenta pesos. Le entregué el dinero. “Voy a comprar la pieza y regreso”. El señor estafador nunca volvió y después de la rabia, me creo curada.