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Nació en Francisco I. Madero, Dgo. El peor de los pecados es su primer libro de cuentos.Ha recibido el Premio Estatal de Periodismo Cultural “Armando Fuentes Aguirre” en los años 2000 y 2015 y el Premio Estatal de Periodismo de Coahuila, 2016 y 2017. Escribe cuento y ensayo. Es colaboradora regular del periódico El Siglo de Torreón. Su entrevista con Elena Poniatowska fue traducida al griego y publicada en la revista Koralli de Atenas. Ha publicado en diversas revistas nacionales y libros colectivos. Perteneció al taller literario de Saúl Rosales; es médica egresada de la Facultad de Medicina de Torreón, UA de C. y estudió la Maestría en Apreciación y Creación Literaria en Casa Lamm en la Ciudad de México.

domingo, 14 de agosto de 2011

MALDITO SCHOPENHAUER



Me pregunto quién habrá dicho por primera vez la frase “hijo de su tiempo” pues se ha vuelto un lugar común. Es frecuente oír o leer esa frase en referencia, casi siempre, a grandes personajes de la historia. Se utiliza para explicar la obra o la personalidad de los hombres, pero nunca he visto que lo digan de una mujer. Jamás se ha dicho “sor Juana Inés de la Cruz era una hija de su tiempo”, sino que, sin excepción, aseguran que se adelantó a su tiempo. De cualquier forma la Décima Musa siempre fue una despadrada y desmadrada. Supongo que las mujeres brillantes para muchos son unas hijas de la palabra esa (amanecí puritana y no quiero escribirla) que tan bien describió Octavio Paz en El laberinto de la soledad. Pero la expresión “hijo de su tiempo” no define a nadie, ya que todos somos hijos de nuestro tiempo; inevitablemente estamos influenciados por la época que vivimos. Solamente que en cada época existen los genios, que son los menos; los inteligentes, que son los pocos; y los demás. Los genios cambian el mundo, los inteligentes difunden ese cambio y los demás, simplemente, lo seguimos.
Todo esto porque quienes quieren explicar la profunda misoginia de Arthur Schopenhauer dicen “es de entender, era un hijo de su tiempo” pero cuando las mujeres lo leemos y vemos lo que él creía de nosotras, en la mente sólo surgen exclamaciones maledicentes que aluden a la maternidad del filósofo alemán. Viene una necesidad de maldecir al viejo patilludo que seguramente se sentaba a leer a Platón o a Spinoza apoyando sus brazos en su panza y se la pasaba feliz en su glorioso pesimismo. Imagino que en esa postura concebía también las conclusiones filosóficas que han revolucionado el pensamiento. Pero este hombre al ver demasiado hacía adentro no se fijó que para que él estuviera cavilando cómodamente, había a su alrededor mujeres inteligentes que, con todo y el mal carácter que tenía, lo amaban y le acercaban la cazuela del puchero. (Desde luego, hacer la comida de la familia es una actividad generalmente poco valorada comparada con el descubrimiento de los misterios de la vida).
Hay mucho que aprender del filósofo alemán Arthur Schopenhauer (1788-1860). El también estudiante de medicina podría parecer simple al definir el amor: “… no se trata más que de una cosa muy sencilla: de que cada macho se ayunte con su hembra”. Él consideraba que el único fin de la unión hombre-mujer era la procreación, opinaba que el amor era un acto en pro de la especie y no del individuo. Afirmaba que la mujer no tenía inteligencia y que pagaba su deuda a la vida no con acción sino con sufrimiento, ello está escrito en los libros El amor y otras pasiones y en El amor, las mujeres y la muerte, que casi son la misma obra; cuestión de editoriales, supongo.
Asimismo, Schopenhauer en su ensayo Aforismos sobre el arte de vivir (que últimamente he citado mucho) hace una aleccionadora división ontológica de lo que somos, de lo que tenemos y de lo que representamos. Lo que somos se trata de la inteligencia y de los atributos físicos que recibimos de la naturaleza. Lo que tenemos se refiere a los medios materiales que poseemos y que nos permiten en fácil o difícil medida sobrellevar la vida. Y lo que representamos que tiene que ver con lo que los demás creen de nosotros y lo que somos para ellos. Para Schopenhauer lo que representamos debería de ser lo menos valioso en nuestra vida y lo que realmente debería pesar es lo que somos, pues asegura que la inteligencia es lo más grande que el ser humano puede poseer. Así, si creemos que dos cabezas piensan más que una, él nos dejará claro que “ni cien tontos reunidos valen lo que un hombre inteligente”. Igualmente asegura que la felicidad consiste más en la ausencia del dolor que en la búsqueda del placer porque el placer, por lo general, trae desgracias. Hasta aquí una pequeña y simple entrada al banquete que es Arthur Schopenhauer, aunque el malo, maldito, haya dicho que las mujeres éramos tontas.

martes, 2 de agosto de 2011

ELISEO ALBERTO: UNA MIRADA EN EL EXILIO

Rosa Gámez, Eliseo Alberto, Angélica López Gándara, Magda Madero
En junio del 2004 asistí al Icocult a un curso de "Carpintería Literaria", el maestro era el novelista cubano Eliseo Alberto. Entonces él me provocó el siguiente texto que publico para recordarlo. Ayer me enteré que murió el domingo pasado por complicaciones respiratorias después de un trasplante de riñon. Adiós a Eliseo Alberto "Lichi" . (En la fotografía, de izquierda a derecha: Rosa Gámez, Eliseo Alberto, Angélica López y Magda Madero.)


Visto desde fuera Eliseo Alberto es un hombre alto, robusto, de piel blanca y pelo entrecano. Lleva un rostro alegre aún cuando no sonríe. Es un hombre sencillo y de buen humor. Llama la atención su mirada, sus ojos parecen estar viendo siempre a la lejanía, como si su mirada no topara con nada. Pero Lichi, como le dicen sus amigos, también se deja ver por dentro, muestra su corazón y su cerebro a través de la palabra. Eliseo Alberto es poeta. Aunque asegura que renunció a la poesía “Soy hijo de Eliseo Diego un gran poeta cubano, al que descubrí como escritor cuando encontré un libro en el que el autor se llamaba como nosotros, entonces supe que mi padre era poeta. Dejé de escribir poesía porque soy hijo de él. Y verdad qué no hay un Pablo Neruda júnior o un César Vallejo hijo. Escribo novelas, mi padre nunca escribió una, así evito las comparaciones”. Aunque el escritor miente al decir que no hace poesía, pues sí la escribe, sólo que la expresa en prosa y no en verso.
Eliseo, trata de explicar a los poetas y sin intención se explica a sí mismo: “Un poeta es aquel que ve lo que los demás no ven, él que ve en unos zapatos viejos los caminos que han recorrido, o la vaca que fueron algún día. El poeta es él que observa la mosca en la pared (recuerda el cuento de La Bella durmiente donde la vida se detuvo aun para una mosca). Los poetas son grandes, los demás somos escritores menores, son grandes porque además en vida se mueren de hambre, y ya muertos, la mayoría vuelve a morir de olvido. Los políticos deberían homenajear a los poetas, a los buenos y a los malos”. Y asegura que todos los políticos le caen mal, incluso los buenos.
Al escritor cubano se le dobla la voz cuando habla de su padre “Yo me emociono cuando hablo de mi padre y lloró. Hay que darse el lujo de llorar en publico”. Así lee un capítulo de su libro inédito La novela de mi padre que se trata, en parte, de un relato que escribió su padre sobre un hombre que murió mientras dormía. Es convocado por los sueños de sus seres queridos y
allí, en los sueños de quienes lo añoran se entera de su propia muerte y de cuánto lo querían parientes y amigos. Igual que Eliseo Diego que también murió mientras dormía. Aunque Eliseo Diego murió tres veces: la primera; un infarto que lo mató solo un poco, la segunda; un paro cardíaco del que una enfermera negra y enorme lo salvó haciendo maniobras de resucitación mientras decretaba “Usted no se va morir”. Esa vez dejó la recomendación de que quisieran mucho a su madre y a la Patria. La tercera sí lo venció, aunque unas horas antes escribió “Yo estoy muerto, pero muerto de risa”. Y siempre le quedará interrogante la última frase que le dijo su padre “Vete al carajo hijo” la interrogación de la única vez que su padre lo mando al carajo. “Eliseo Diego huyó hacia dentro, pues la muerte es sólo una forma distinta de estar vivo”. Lichi nos convida de su sensibilidad. Después, al leer un capítulo de su libro La eternidad por fin comienza un lunes, los ojos se le ahogan. Entonces alguien busca pañuelos, nadie trae. Luego una alumna desenrolla un trozo de papel sanitario y lo ofrece al maestro, él lo toma y sin inhibición seca sus ojos.
Éramos veinticinco alumnos en el curso de Carpintería literaria del Icocult. El novelista nos regaló algunos trucos para la escritura y presentó parte de su trabajo como guionista de cine con la película Guantanamera. Su acento y su emoción cubana a veces perdían las palabras, por eso le trajeron un micrófono y el poeta recordó el día que le entregaron el premio Alfaguara por su novela Caracol Beach. Platicó que frente a los reyes de España y del presidente Aznar dijo “Es muy peligroso darle un micrófono a un cubano pues puede pasarse 45 años hablando”. Enseguida alguien le cuestionó sobre lo motivos que tuvo para dejar Cuba. “Buena pregunta” contestó de inicio. Aunque sabemos que esa no es ni buena, ni mala pregunta, es, la curiosidad obligada. Pero él contesta que es buena pregunta como para tener serenidad al hablar del exilio. Porque el exilio es herida, nunca cicatriz. Porque el destierro se compone de dos dolores: uno que se va añejando y otro nuevo que surge cada vez que la palabra lo recrea. Sin embargo el dolor parece volverse fuerza y expresa “Yo no dejé Cuba, Cuba me dejó a mí. Vine a México invitado por García Márquez a hacer una serie de televisión. Mientras, se publicaba mi novela Informe contra mi mismo, que habla, entre otras cosas, de que en Cuba era muy frecuente que el gobierno pidiera informes sobre los propios familiares. Por ejemplo, a mí me pidieron el informe sobre mi padre. Lo que hacía, quién lo visitaba, etcétera. No les importaba lo que yo dijera de él, sino que me convirtiera en traidor, en miserable. Un día recibí una llamada de la embajada cubana que me transformo en exiliado. No puedo viajar a Cuba. Una vez me dieron permiso de ir con la condición de no estar en actos públicos como ir al cine. Mis libros están prohibidos allá, no tengo lectores naturales”. Habla la nostalgia y nuevamente, como dice él, es responsable del grito pero no del eco.
Eliseo Alberto nació en 1951 en un pueblo cubano llamado Arroyo Naranjo, donde no hay arroyos, ni naranjos. Él, en poco tiempo nos regaló un montón de enseñanzas, de momentos risueños y de emociones.